Hoy, a julio 25 de 1840, vino a visitarme el señor José Garibaldi, muy puesto este señor aunque un poco enfermo. Lo atendí en mi modesta casa, dato que no reparó; estuvimos conversando sobre su vida y sus oficios y recordando sus aventuras del mundo conocidas, y se reía el muy señor cuando le pregunté por la escritora Elphis Melena, la alemana, sobre su fama de “Condottiero”, y de sus dos esposas. Me dijo que yo era persona favorecida en él en su amistad y que lo era también la memoria del genio libertador de América: general Simón Bolívar.
De nariz recta este señor, patillas salvajes y colgándole con el pelo hasta el cuello y bigote grueso como de cosaco, de bonete de paño negro bordado en flores, y cejas espesas al cubrir casi los ojos.
Jonathás y yo no tuvimos reparo en desvestir a este señor y aplicarle ungüento en la espalda para sacarle un dolor muy fuerte que lo aquejaba por el hombro...
Cuando Dulce María entró y lo vio en la tina de baño, acorde a su costumbre de los últimos tiempos, comenzó a refunfuñar en voz baja. Se embadurnó las manos con ese potingue de yuyos y aceites, que había estado mezclando en la cocina y en un tazón durante media hora de regaños y quejas, y extendió la medicina sobre la espalda del hombre. Garibaldi cerró los ojos y su semblante se fue distendiendo a medida que las manos calientes de Dulce María aliviaban su dolor; sólo volvió a abrir los ojos cuando ella retiró las manos de sus hombros.
La gata de tres colores pegó un salto a mi falda y comencé a leer en voz alta:
“¿Te extraña que piense en ti al borde del sepulcro? Ha llegado la última aurora: tengo al frente el mar Caribe, azul y plata, agitado como mi alma, por grandes tempestades; a mi espalda se alza el macizo gigantesco de la sierra con sus viejos picos coronados de nieve impoluta como nuestros ensueños de 1805; por sobre mí, el cielo más bello de América, la más hermosa sinfonía de colores, el más grandioso derroche de luz...
”Esta carta llena de signos vacilantes la escribe la misma mano que estrechó la tuya en las horas del amor, de la esperanza, de la fe; ésta es la letra escritora de Trujillo y del mensaje al Consejo de Angostura. No la reconoces, ¿verdad? Yo tampoco la reconocería si la muerte no me señalara con su dedo despiadado la realidad de este supremo instante. Si yo hubiera muerto sobre un campo de batalla, dando frente al enemigo, te daría mi gloria, la gloria que entreví a tu lado, a los campos de un sol de primavera.
”Muero despreciable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores; víctima de intenso dolor, presa de infinitas amarguras. Te dejo mis recuerdos, mis tristezas y las lágrimas que no llegaron a verter mis ojos. ¿No es digna de tu grandeza tal ofrenda? Estuviste en mi alma en el peligro; conmigo presidiste los consejos de gobierno, tuyos fueron mis triunfos y tuyos mis reveses, tuyos son también mi último pensamiento y mi pena última. En las noches galantes del Magdalena vi desfilar mil veces las góndolas de Byron por los canales de Venecia, en ella iban grandes bellezas y grandes hermosuras, pero no ibas tú; ¡porque tú has flotado en mi alma mostrada por níveas castidades!
”A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas, y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín. Tú estás conmigo en los postreros latidos de la vida, en las últimas fulguraciones de la conciencia. ¡Adiós, Fanny! Tuyo, Bolívar.”
—¿Dice que es su prima? —preguntó, y agregó sin esperar respuesta—: Creo que Bolívar sólo quiso aliviar algunas de sus cargas antes de morir.
—No lo creo —respondió Manuela.
—¿Entonces?
—Venganza.
—¿Venganza?
—Son tantos los llamados a los que no respondí... después de todo eran sus últimos días.
—¿Se arrepiente? —preguntó risueño.
Le entregué unas cartas y le pedí que ahora leyera él.
—¿Todo o sólo los párrafos señalados? —respondió, pero dejé que él mismo decidiera y leyó:
“...tu conducta y la mía que estrechan nuestra relación son el cúmulo de la sensualidad que corre por tus venas y las mías. Dándole a esta pasión enfermiza el desenfreno de mis sentidos irritados, por el mal que ha invadido mi pobre humanidad... No te hagas esperar, ven por favor, te ruego pues muero ahora y sé que tú me piensas vivo. Soy tuyo”... “Tú me reprochas el haberte dejado. ¿Acaso no fue siempre lo mismo? Temprano el día y el calor de tu cuerpo era el mismo vacío de esa estancia... Ahora viejo y sin fuerzas, sólo tú eres la inspiración de lo que en mí agoniza. Un hombre como yo metido en esta rutina que martiriza mi alma. Siento la necesidad de tu compañía. A los demás no los tolero... Ven te ruego, calma mi angustia y lo senil de mis antojos. Tuyo siempre”... “Tú, Manuela mía, más de tu férrea voluntad y te resistes a verme. Tu influencia sobre mi espíritu ya no está más conmigo... no encuentro consuelo. Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia aunque lejana... En mí sólo hay los despojos de un hombre que sólo se reanimará, si tú vienes. Ven para estar juntos. No te hagas esperar, ven por favor, te ruego pues muero y ahora sé que tú me piensas vivo. Ven te ruego. Bolívar.”
Garibaldi calló. Dobló las cartas.
—También a poco más de dos meses de morir...
—¿Qué piensa, general?
—Para qué pensar ahora...
—Sí. Está todo dicho ya.
—Nunca está todo dicho. Pero ahora sólo le queda perdonar.
—¿Perdonar? No pensaba en perdonar sino en ser perdonada, general, creo que no nos estamos entendiendo.
—Puede ser. ¿Y cómo obtuvo esa carta de Bolívar a Fanny?
—Ésa es una larga historia...
—La escucho, Señora mía... —me dijo apoltronándose aún más y reposando de nuevo la cabeza en el borde de la tina.
La gata pegó un salto desde mi regazo hacia la puerta, tropezó con los botines de Garibali y unos frascos. Maulló como prevenida o previniéndome de alguna cosa y se escurrió hacia la sala por la puerta entreabierta. Él sonrió por el batifondo que provocó la gata y sin abrir los ojos repitió:
—La escucho, Manuela —repitió, pero ante mi silencio no insistió y Dulce María no tardó en entrar con un gran jarro de agua llovida y sin prevenirle dejó caer el agua fría en el pelo enjabonado del general que, estremeciéndose, lanzó una carcajada.
Sin duda y muy a pesar de Dulce María, sus atenciones habían reconfortado la precaria salud con que Garibaldi llegó a Paita. Reconfortado, se puso de pie y Jonathás lo envolvió en una vieja bata del Libertador. Garibaldi agradeció a la negra dándole unas nalgadas y Jonathás me sonrió. Las dos sabíamos que sus nalgas habían sido y serían siempre punto y blanco de las manos de los hombres que pasaban por la casa; algo así como un rito adicional de nuestra hospitalidad.
En agradecimiento me ha dejado de su puño y letra un verso muy apropiado y bonito que pego aquí para no perderlo: Mia Carissima Manuela / “Donna pietosa e di novella etate, / adorna assai di gentilezze umane, / ch’era lá ‘v’ io chiamava spesso Morte, / veggendo li occhi miel pien dipietate, / e ascoltando le parole vane / si mosse con paura a pianger forte, / E altre donne, che si fuoro accorte / Di me per quella che meco piangia, / fecer lei partir via, / e appressarsi per farmi sentire. / Qual dicca: Non dormire” / Vita nuova, Dante Alighieri, / Giussepe Garibaldi — Paita porto 25/40.
Se despidió de mí, conmovido como de no vernos más. Jonathás está de mal humor porque Garibaldi tampoco levantó mi ánimo. Ahora también siento tristeza de la ausencia de este señor.
Don Simón Rodríguez llegó cuando Garibaldi había partido. Mientras leía lloré fuerte como anunciaba Garibaldi en el poema y muy especialmente cuando me repetía: “¡No soñéis de esa manera!”.
No, si ya no sueño... le hubiera dicho de haber comprendido sus palabras cuando recitó. No lo hice.
Don Simón, que tampoco sueña, ya se ha retirado pensativo. Estos días lo he visto más cansado que nunca, disperso entre sus recuerdos, impenetrable. Se va alejando de a poco. Es inevitable. Todos estamos cansados por estos días. Se extiende sobre el caserío un desasosiego cada vez más notable. El tedio se confunde con algo que no se huele ni se ve. Nos miramos sin entender. La gente anda disparatada con el asunto limítrofe; ojalá se pueda sacar a estos imbéciles de mi Ecuador.
Pero no es esto. Quizá nos seguimos mirando porque ya entendimos. Algo, que ya no son ausencias ni lejanías, subyace desde hace semanas. “La travesía es el único láudano para mí”, dijo Melville antes de partir, “sólo cuando me voy siento la inmensa alegría del retorno”. Tampoco morí entonces. No volvió. Nadie vuelve, nunca nadie volvió y los amaneceres aún se suceden. Escribo estas líneas para saberme viva, viva por dentro. Después de todo a mi edad, pienso en algunos amigos que darían todo por tenerme en su casa y por disfrutar de mis recuerdos y de los chismes de Jonathás. Han pasado tres semanas desde la última vez que escribí.
Ahora, duermo o dormito apenas en este sillón, junto a la ventana. Me despierto cada tanto. Me asomo y busco, entre las lobregueces de la noche como en antiguas vigías busqué en las lobregueces de otras noches. Me parece volver a oír los remos rozando los toletes de la falúa y pienso que esta vez vienen en mi búsqueda para llevarme hasta ese buque sin bandera fondeado desde hace días. Me asomo pero son siempre los búhos que ululan en la mansarda. El ronroneo de la gata, reposando sobre la manta que cubre mis piernas sin frío, me devuelve a la tibieza de la duermevela.
¿Qué es esto ahora?... ¿otra manera de vivir? “...el cuerpo se te desmembrará en diosa marina y diosa madre al mismo tiempo...”, auguró una vez Dulce María, “...y en ese hito, producto de la desarticulación del cuerpo, se darán cita los espacios divinos, árboles cósmicos donde se alojan las fuerzas frías y las calientes que eternamente se han debatido en ti; la fuerza fría y húmeda de la mujer opuesta a la fuerza activa y caliente del hombre”.
Nadie entiende seguramente. Nunca nadie quiso entender a Dulce María en estas cuestiones del devenir del tiempo y el despojo; legendario tránsito del cuerpo cotidiano al cuerpo celeste. Ahora y acá somos todos iguales; esencialmente en esta inocencia de las caras. Nadie ve nada. Nadie quiere ver a los otros, tampoco a sí mismo.
Ciegos sin remedio, en estas caras se aloja todo lo que me ha unido a mi tiempo. No obstante, he sido feliz de vivir estos años, y tantos otros, siendo testigo de sucesos únicos.
¿Qué es esto ahora...? Parece el mar. Debe ser el mar. El mar que llega y se detiene a un paso nomás, quisiera verlo. Se aproxima. Puede que me haya rozado ya. Nunca recordaré este día, tampoco podré desdeñarlo ni pasarlo al olvido. Alguien dirá de mí palabras sin duda inolvidables, no recordadas apenas al instante de ser dichas. Las olas traen caricias y embates que nunca evocaré. El mar da rodeos. Ni pienso recordar... a no ser este destello que aún no llega o este amor de piedrecillas y adioses, la ondulación de las algas, unos pocos corales o este suspiro de burbujas y el graznido de las gaviotas que arroja un eco contra las chapas herrumbradas del puerto de Paita. Nunca despertaré de este sueño, tampoco despertará la impaciencia de mi sangre bajo la luna, ni yaceré al sol, ni seré besada en los labios. Mi boca eleva una oración de gracia por la hoguera y un haz de luz me arrasa los ojos. Sí. Un haz infinito de luz infinita penetra también los ojos de los que me rodean, infinitamente abismados en este cielo tan azul. Ha sido un largo día. La noche será larga.
Las margaritas que Dulce María derrama encima de mí son un chispazo de tintes ocres y dorados; simples flores arrancadas del jardín vecino, muy de Dulce María el método, por cierto. Mientras deja caer las margaritas dice algo que muchas veces ha dicho, y es que nunca estoy desnuda sino que soy desnuda. Muy de Dulce María esa manera de decir, por cierto. Las margaritas no huelen. Nunca huelen las margaritas. El perfume es inútil para ellas, tampoco saben que son desnudas. Dulce María sostiene que cada tanto, hay que poner un mar de por medio entre una y los otros.
Cada tanto es necesario abandonar la cruz, el madero seco... resquebrajado. El capullo. Cada tanto es imprescindible despojarse de este cuerpo prieto como un almohadón de estopa. Deshabitarlo. Deshabitarse. De modo que, cuando la muerte llegue, encuentre una envoltura rota, vacía; cáscara de cigarra prendida al tronco de un capulí.
Cada tanto es esencial ser uno distinto siendo al mismo tiempo todos. Cada tanto, quizá, son útiles la enfermedad, la meditación, las plantas sagradas. Todo es válido para despojarse del encierro de este cuerpo fortaleza, armadura y blanco móvil al mismo tiempo. Cada tanto es conveniente aniquilar este linde del cuerpo entre la salud y la enfermedad, perder fronteras, desatender los bordes, desdeñar los extremos, ser la continuidad de todas las cosas. Entregarse a la aterradora certeza de la eterna vida: la muerte. Cada tanto es preciso desmoronar la ciudadela de los sentidos, acceder a la poesía del mundo, ser poema.
Definitivamente mi cuerpo se calcina entre estos otros a los que las llamas liberan de los demonios de la peste. Cuerpos desmembrados ya no por la enfermedad sino por la benevolencia de este dios del fuego. Un día, una noche, hoy quizá, ahora, la muerte me habrá repatriado definitivamente apropiándose de mi cáscara. A cambio me ofrenda este sueño eterno de volver a montar un caballo azafranado de crines blancas. El mar me roza y el sol, este sol que en su constante huir del cautiverio de los cerros acaba sumergiéndose en el mar. Siempre el mar.
Tampoco la marea del fuego perdona. Las margaritas se han vuelto un barullito de pétalos iguales a mariposas a las que les hubiesen arrancado las alas, se retuercen como gusanos. El color melón de la casa es ahora de un tinte verdinegro, también las tablas del suelo, de la baranda, de las columnas donde se trepan las buganvillas anaranjadas y las bermellón y las fucsia y hasta las blancas. No obstante, el fuego es apacible: rémora del viento, soplo manso que, depuesta la arrogancia de medir ese lapso transcurrido entre herir y ser herido, se enciende más y más. Crepita. Cuando se quiebren los cristales será el anuncio que de los males no quedan ni las señas, suele decir Dulce María. Quizá se han quebrado. El descomunal silencio de la peste impide oír los cristales que se rompen, la hoguera concluye con el vigor de las ventanas, de los ventanucos, de los postigones. La casa arde, se ha quemado. Alguien retirará, tal vez lo hizo ya, mis pocas pertenencias: el baúl con las cartas de Simón, mis escritos, el mantón negro de flores rojas... ojalá no hayan olvidado el brazalete de filigrana regalo del Libertador en recuerdo de nuestro primer encuentro en Quito ni el cuadro de marco colorado, negro y oro, donde llevo puesto el vestido verde y las perlas y ese yuyo que Dulce María puso entre mis manos para que el pincel del maestro Salas no me robara el alma. Trastos seguramente amontonados en el patio de atrás junto a la mesa de faena y al cerdo.
Ese cerdo muerto hace ya unos días. Inútilmente muerto porque ya no servirá de alimento a nadie en la casa. Ahora cuelga de la cuerda que le atraviesa el morro y sobre el corte donde la sangre se le volvió costra, merodea un moscón azul, esculcando la piel rosada y el lomo, el vientre, el pecho sin dar con la sangre ni el estremecimiento del animal que ya no suplica ni padece el temblor de la agonía. El moscardón dispersa el vuelo, parece que se aleja pero declina, se aferra a la costa yerma y esta necedad del montoncito de huesos y caracolas que ruedan mi eternidad.
Finalmente se aleja, a causa del colibrí que se aproxima a libar de una margarita, aún sobre la arena. Cuando parece que lo consigue, y en efecto logra libar de esta única margarita desdeñada por el fuego, apaciblemente, la marea le arrebata la flor. El colibrí duda pero emprende el vuelo. Una vez más, y mil, el tente en el aire y yo emprendemos el vuelo. Me olvidarán. Me olvidan siempre. Me han olvidado tanto... He nacido y he muerto bajo la línea del Ecuador y aquí seguiré batallando, por siglos y milenios, las infinitas escaramuzas.
Acepto haber amado con uno de esos amores propensos a ser arrojados al hoyo de la peste... acepto ahora esta buenaventura de amar la eternidad sin pudor, sin recelos, sin juicio, sin razón... acepto amar una y mil veces más, y luchar sólo contra el viento. O no luchar.
Van aquí unos versos de Jorge Enrique Adoum, gran y querido poeta ecuatoriano, dedicados a Manuela Sáenz...
Duermes dorada y desguarnecida, sitio
de mi próxima batalla... Igual duerme
el continente: el amor en reposo, lomo
animal en la espuma.
Tú bocarriba —nave que arremete
su proa contra el vientre injusto—
me confías tu tajamar de pelo, y no hago la paz:
yo sé que ambos, continente y muchacha, no están
en retirada: acumulan revueltas bajo el sueño,
sedes sin prisa por saciarse, sangres maniatadas,
y estallarán pidiendo más combate al desayuno.
domingo, 26 de julio de 2009
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