domingo, 26 de julio de 2009
El Malacara en los pagos del Chubut
El Baqueano y su MalacaraEs una historia de pioneros, en la que conviven relatos de inmigrantes galeses, de destacamentos del Ejército y de habitantes originarios. Los paisajes patagónicos son los escenarios donde transcurren las aventuras de John Evans y su intrépido caballo, El Malacara. Cuando el buque Mimosa llegó a la Patagonia, 153 galeses cantaban: "Hemos encontrado una tierra mejor, en una lejana región del sur, en la Patagonia. Allí viviremos en paz, sin miedo a traidores ni espadas", mientras izaban como única bandera su fe en esta tierra prometida. Los alentaba la ilusión de encontrar un lugar en el mundo donde recuperar la identidad perdida en su propio terruño natal, Gales.Habían sido forzados por los ingleses a trabajar en las peores condiciones, a cambiar su lengua y sus tradiciones. Emigraron después de una fallida rebelión e impulsados por el marino Love Jones-Parry, barón de Madryn, y el topógrafo Lewis Jones, que plantearon la propuesta al ministro del Interior, Guillermo Rawson, durante la presidencia de Bartolomé Mitre. Al fin se instalaron, aunque en condiciones precarias, sin agua potable y casi sin abrigo. Muchos de sus niños murieron de frío el primer invierno, y no pasó demasiado tiempo hasta que todos ellos, hombres y mujeres, se creyeron también a punto de morir, pero de pena, de tanto añorar sus verdes praderas en esas comarcas desérticas tan al sur, tan al fin del mundo. No consideraron que en su gran mayoría eran mineros y poco o nada sabían de agricultura. Cuando ya los dominaba el imperioso deseo de poner punto final a sus sueños en esta tierra prometida, se les instaló muy cerquita una comunidad de tehuelches. De ellos, además de la amistad, aprendieron a montar, a cazar y a multiplicar la hacienda; en conjunto idearon un sistema de riego que les permitió salvar las primeras cosechas, haciéndose necesaria la molienda de ese trigo. Crearon entonces el primer molino harinero. Además, se implementaron escuelas bajo la consigna de no abandonar la lengua materna, y el gobierno editó libros de historia y geografía argentina en galés.Con tal estado de avances, el primer gobernador del Territorio Nacional del Chubut, teniente coronel Luis Jorge Fontana, decidió que era tiempo de buscar otras tierras donde albergar a esa creciente y efectiva comunidad galesa. Los convocó a explorar el entorno. Con ese fin se armaron Los Rifleros del Chubut. Uno de sus voluntarios fue John Daniel Evans, apodado El Baqueano. Emigrado de Liverpool a los 33 años, Evans no era un novato. Antes de ser parte de los Rifleros había hecho una expedición al interior buscando una probable veta de oro. En aquella empresa lo acompañaron Richard Davies, Zachariah Jones y John Parry. Llegaron hasta el Zanjón del Oro, a unos 90 kilómetros de Paso de Indios. Cuando notó que la comida no era suficiente, Evans volvió al valle del Chubut en compañía de Zachariah Jones, su cuñado. Necesitaban víveres como para llegar a los Andes. Cuando regresó, además de provisiones traía cinco hombres de refuerzo. Ya reiniciada la expedición se toparon con un destacamento del Ejército, al mando del comandante Roa, que trasladaba a un grupo de indios con destino al "reformatorio", en Valcheta, con el fin de "civilizarlos", como se acostumbraba en aquellos tiempos. Notando el resquemor en los rostros de Evans y los suyos, Roa pretendió conciliar con la serenidad, según él, de marchar tranquilos pues no quedaban indios en la zona porque estaban dominados. Claro que no eran los pueblos originarios los que preocupaban a Evans. El resquemor era muy otro: la malquerencia y el desagravio. Desde 1879, durante la Campaña del Desierto, los Hermanos del Desierto -así apodaban a los originarios-, eran sometidos y obligados a desistir de sus tradiciones y su lengua, la misma violación que los galeses venían de sufrir en su tierra natal. Por eso habían conminado al general Vintter, en 1883, a dejar que los tehuelches pudiesen permanecer en "su tierra". Después de todo esos hermanos, en el desierto y en desgracia, fueron desde el comienzo un muro de protección para los galeses. Sin embargo, decidieron no volver sobre el tema ya tan hablado con Vintter y con el comandante Roa. Continuaron la marcha. A pocas leguas, llegando al río Gualjaina, encontraron a tres miembros de la tribu del cacique Foyel. Pese a conocer a Evans y los motivos de la expedición, uno de ellos, Juan Salvo, mostró cierta inquietud. Cómo saber si Evans y sus compañeros, al fin, no se habrían convertido en espías del ejército, cuestionó Salvo. Y, como el miedo y la desconfianza son malos consejeros, los conminó a ir hasta las tolderías de Foyel, hoy Pico Thomas. En principio Evans y Hughes aceptaron pero, al fin, ofendidos por la desconfianza, se negaron a acompañarlos. Aunque de mala gana, Salvo aceptó. Los exploradores siguieron viaje, pero intuyendo algún peligro se alejaron por el río Chubut, escaso de agua en esa época del año, y cabalgaron por las piedras para no dejar huellas, hasta retomar la ruta no muy lejos de Las Plumas. Gritos de guerraEra una tropilla de 14 caballos y hombres, con Evans a la cabeza montando su Malacara, cuando, según él mismo contó: "…de pronto sentimos un aullido y gritos de guerra de los indios y la atropellada de los caballos. Eché una mirada hacia atrás y vi sus lanzas brillar al sol. Nos cerraron en círculo, sentí el chuzazo de la lanza en mi paleta izquierda y, antes de que pueda reaccionar, vi a Parry caer a tierra con una lanza clavada en el lado derecho y no sé si los otros compañeros estaban heridos porque hasta ese momento se mantenían sobre sus caballos. Clavé las espuelas en las costillas del Malacara, rompí el primer círculo de lanzadores y un indio que se encontraba a retaguardia detrás del círculo tomó su lanza con las dos manos y me la arrojó. Logré desviarla con el brazo y la vi clavarse en la arena al lado de mi caballo y, antes de que tuviera una segunda ocasión, mi Malacara en dos saltos había salido de su alcance y corrió dando tremendas brazadas a todo lo que le daban sus patas". Encontraron un profundo zanjón y Evans espoleó con decisión al Malacara, que saltó al fondo y salió trepando por el lado opuesto. Como dos seres alados, de una manera casi irreal, Evans y el Malacara dejaron atrás a los incrédulos hombres de Salvo. No se detuvieron hasta la noche, cuando en un pequeño cañadón apenas se tomaron el tiempo para beber un poco de agua. Continuaron la marcha guiándose, Evans por las estrellas y el Malacara por su instinto y una lealtad de años para con su jinete.Tiempo atrás, en otra de las tantas expediciones, en una aguada solitaria, Evans había encontrado al Malacara. Lo reconoció como aquel potro que hacía años un indio le había robado a Thomas, uno de sus vecinos. Se le acercó y, ante la docilidad del animal, puso un sosiego en su costado y lo montó en pelo, aunque ninguna duda cabe de que haya sido el Malacara quien intuyó la docilidad y entereza en la clara mirada de John Daniel Evans. Sea como fuere, ambos se adoptaron y el amor a primera vista duró toda la vida. Desde potrillo el Malacara aprendió de aquel indio que lo había robado todos los secretos y las mañas necesarias para moverse a sus anchas por el escarpado territorio chubutense. Por esta razón aquel día, años más tarde, después de salvar a su compañero de andanzas, el Malacara, sin cascos y sangrando sus patas, galopó como si nada hubiese sucedido, hasta que Evans logró dar con un puesto donde pudo hacer un recambio de caballo. Dejó al leal Malacara pastando y curando sus heridas. Con un caballo que le prestaron llegó a Rawson y, enterados de la desgracia, se le sumaron 43 hombres con 21 Remington y volvieron al sitio que, a partir de aquel infortunado día, fue bautizado como el Valle de los Mártires. Todo había sido confuso, pero más terrible aún de lo que Evans pudo vislumbrar mientras el Malacara lo alejaba, ileso, de la revuelta. Sus compañeros habían sido muertos y mutilados. Con inmenso dolor, una vez cumplida la ceremonia del entierro y el responso, Evans volvió a curar las heridas de su Malacara, que lo esperaba con la certeza del deber cumplido aunque sin entender el porqué de lo que había sucedido. La relación con los indígenas había sido siempre cordial. Tal vez alguna denuncia tendenciosa o puede que una venganza por cierto inmerecida.Intuyendo algún peligro se alejaron por el río ChubutComo si esto fuera poca cosa para dar lugar a la leyenda, la expedición, que sólo había sido pensada para buscar un oro que no encontraron, resultó importante pues de todos modos el Malacara y Evans llegaron al pie de los Andes. Al no ver ninguna bandera por la zona, Evans tomó nota del verde profuso, los lagos y el tapizado natural de frutillas y otros frutos silvestres, e informó al coronel Fontana. Poco después Fontana y Los Rifleros, Evans entre ellos, realizaron otra expedición y fundaron una nueva colonia, donde hoy se levanta la ciudad de Esquel. Pero la historia de El Baqueano y su Malacara recién empezaba. Poco después de aquella proeza se presentó David C. Thomas, a quien el caballo le había sido robado en 1878, cuando el animal tenía apenas un año. Thomas insistió en recuperar lo que era suyo, y Evans le ofreció todos sus bienes para no separarse del Malacara. Nada aceptaba Thomas. Entonces, el pueblo y todo aquel que había vivido de cerca los acontecimientos le exigieron no separar nunca a Evans del Malacara, y el hombre finalmente aceptó. Toda esa fe y entrega entre Evans y el Malacara, sumada a la admiración y la leyenda que crecía a pasos agigantados, dio como resultado una relación aún más cercana que no sólo compartieron durante las interminables expediciones con Los Rifleros del Chubut sino que, además, en los ratos libres, era el Malacara quien oficiaba de cuidador de los tantos hijos de la familia Evans, pues se le había encomendado la tarea de llevar a los niños a la escuela. Nunca dejó de pertenecer al clan familiar; se ganó para el resto de su vida un espacio en aquel hogar, donde pasaba sus días rumiando pastos, flores y los recuerdos de sus hazañas de cuando era un caballo alado
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