domingo, 26 de julio de 2009
Grafittis del Río Pinturas, bien al Sur del continente...en las misteriosas tierras de la Patagonia Argentina
Grafitis del Río Pinturas"Una niña que oficia de guía abre las rejas de la cueva para mí y se va. Sabe que nada impedirá que me lleve lo más importante de esas pinturas rupestres: el espíritu de las improntas...". Después de treinta años, encontré a una compañera del secundario, etapa de la que poco recuerdo porque sólo me gusta recordar mis días en la escuela primaria, las primeras letras, las primeras lecturas y las primeras historias de la Historia. Sigo aferrada a los palotes y no he superado la etapa del Billiken. Y si alguno ha superado aquello, que arroje la primera piedra. Pero volvamos a mi compañera Irma Sousa, que en sus obras se retrotrae, como Alicia y yo, al país de las maravillas de la infancia. Ella es docente de la Escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, y se ha especializado en nuestro arte rupestre, aunque tal vez sólo cayó bajo el sortilegio del calafate, pequeño fruto que apenas pudo morder le impregnó la boca y las manos de azules y que, como augura la leyenda por los alrededores de Los Antiguos, la hace volver una y otra vez a la Patagonia. Cuando Irma me contó su primera caminata desde los farallones del Río Pinturas hasta la Cueva de las Manos, supe que en este país de las-casualidades-que-no-existen, es lógico habernos reencontrado en una librería. Cómo no contar entonces acerca de los primeros escritores de las cosas nuestras. Las primeras letras, los primeros juegos de la infancia de nosotros, los pueblos originarios. No existe escritura mayor que la que surge del arte. Y la más primitiva y primaria forma de la escritura, que nos provoca además una lectura desde la inocencia, es el arte rupestre. Es como volver a los palotes, sugerí, pero Irma sostuvo: semiótica, índice, tipo de signos, rastros de lo que evoca, huella de lo que fue y por lo tanto continúa siendo y continuará ahí. El viajeUn poco de la mano de Irma, otro poco de la del antropólogo Carlos Gradin y su libro Recuerdos del Río Pinturas, jugué a morder una bolita de calafate para que los efectos de la leyenda me abarcasen, me dejé llevar por la machi o por algún chamán de los que habitan esos parajes. Pude así embarcarme en mi propia expedición. Dos caballos de montar, uno pilchero y los bártulos necesarios: mate, bombilla, yerba y galletas, unas frutillas gigantes de la zona, chocolates, bolsa de dormir y una botellita de malbec para observar la primera estrella del cielo patagónico. Imprescindible papel y lápiz, para tomar nota de los fuegos ancestrales y el inapelable fulgor de un cuchillo, que no veré pero oiré desenvainar cerquita de mí, sumándose el zumbido al del rezo de "los antiguos" que aún perdura en el viento. Hace 14 mil años se aislaron ahí para vivir más o menos tranquilos, hasta integrarse o fundirse, siglos después, en los tehuelches y los mapuches. Salimos al alba, desde el pequeño caserío de Bajo Caracoles, con la intención de alcanzar la meseta, la cuesta y el portezuelo de Sumich hasta el Río Pinturas, por la Ruta 40. Por esa Ruta 40 soñada, que se extiende como el sueño feliz de una noche fundamental. Un perro con oreja quebrada y sin rabo humedece mi mano con el morro frío y empieza a trotar sobre las improntas del pilchero. Apenas a unos kilómetros, un piño de guanacos corre a la par del malacara que, dócilmente, se deja montar por mi inexperiencia. Por la derecha van tres ñandúes aventándose con las alas el polvo que provocan con las patas. El viento desmelena al malacara que rebufa cuando cree perder el dominio de su cola o porque le ha echado el ojo a esa yegüita que va por delante de unos caballos salvajes y que, casi en la cara, se le regodea de su libertad. Más adelante la tierra se abre en un surco que me trae recuerdos del Camino del Inca, en la Ruta al Sol, cerquita de Cuenca, en Ecuador y a tres mil metros de altura, donde un alazán de cola blanca, a pasito corto me permitió recorrer esa otra huella milenaria abierta entre peñascos encendidos. También ahora percibo a mi alrededor esas presencias inmemoriales, pero en este caso la huella milenaria se abre paso en mitad de una extensa planicie de grava volcánica, que se ha acumulado por siglos y, de golpe, se quiebra dando a luz una serpiente verdiazul al pie de los sauces. Entonces todo crece. El Río Pinturas, los farallones, los aleros, las paredes, los guanacos panzudos, las guanacas preñadas, las manos. O el espíritu de las manos, porque sólo se ven siluetas. Siluetas de manos, casi todas zurdas y en negativo. Aunque no todas son en negativo. También las hay de color y enmarcadas por un pulverizado de tintes rojos, blancos u ocres. Hay manitos de ñandúes, pies humanos, de toda esas "gentes del Pinturas", como llamó Gradin a "los paisanos", "los viejos" o "los antiguos", los dueños de la cuenca del Río Pinturas, que hace 14 mil años se aislaron ahí para vivir más o menos tranquilos, hasta integrarse o fundirse, siglos después, en los tehuelches y los mapuches. Desmonto y camino. El malacara va quedando atrás con el pilchero, mordiendo crujientes matas de coirón; el otro malacara escapa, a la carrera, donde la yegüita. El perro husmea y bate la cola, seguro de ver algo que yo no veo. Apenas si vislumbro los cientos de manos que van, o vienen, desde los orígenes de la vida, mascullando la impotencia de no poder remontar el Río Pinturas y conocer el comienzo de los tiempos. Después de pelearnos por horas, el viento me abandona, tal vez no se anima a franquear el valle. Poco más adelante percibo la presencia de la Cueva de las Manos entre los paredones de un cañón de casi 200 metros. Una niña que oficia de guía en este Patrimonio de la Humanidad, abre las rejas de la cueva para mí y se va. Sabe que nada impedirá que me lleve lo más importante de esas pinturas rupestres: el espíritu de las improntas; supone, seguramente, que yo no puedo dejar mi impronta entre las manos de la pared, pero sí que las manos de sus antepasados se han grabado en mí. Dicen que por la Cueva de las Manos pasa el eje del mundo, y que por ahí suben los chamanes a ver qué sucede en el más allá.Irma me contó también que metió la mano en un agujero del suelo y que tal vez era una casa de piedra o chenque, una especie de urna mortuoria, porque tocó unos huesos aún tibios. Qué importa no verlos si están ahí. A ojos cerrados intuyo que a mi alrededor se reúnen los dueños de las manos con la boca impregnada de rojos o azules. Porque dicen que así las pintaron, soplando buches, pulverizando con su boca los tintes contra la piedra. Dicen que por la Cueva de las Manos pasa el eje del mundo, y que por ahí suben los chamanes a ver qué sucede en el más allá; dicen que por ahí se va el alma de los muertos en busca del destino. Se dicen tantas cosas. También que desde el País del Diablo -como Muster, en sus textos de investigación, llamó a esas tierras- hasta las Colinas de Dios, el Río Pinturas guarda el pasado del norte santacruceño para echarlo en las aguas del Río Deseado. Aun así, 14 mil años de pasado no se agotan; tampoco han sido comprendidos. Tal vez "los antiguos", predecesores de los tehuelches y los mapuches, sólo buscaron advertirnos la refutación del tiempo y esta incapacidad de leernos los unos a los otros. Y a nosotros mismos. Un santuarioIrma Sousa me dice que no son grafitis. Discutimos. Le digo que sí, porque no entiendo los códigos tribales de los grafiteros ni los códigos tribales de "los antiguos". Pero ella me dice que es un santuario, el Santuario de las Manos, insiste rebautizando la Cueva, y yo insisto con que todo lo escrito en una pared, por la gente, algo de santuario tiene. Puede que sea verdad que con los grafitis se profanan no sólo las palabras sino los espacios públicos. Porque de eso se trata, según Irma: transgredir y violar el espacio público. Discutimos. Por qué habrían de ser públicas las paredes de los edificios de esta otra ciudadela a orillas del Río de la Plata y no habrían de ser públicos los farallones del Río Pinturas. Irma se ríe de mí y yo de ella. Cortázar confesó que en París pasaba horas observando los grafitis, las pintadas y las pegatinas callejeras porque ahí se lee la historia de la ciudad y sus gentes. Claro que los grafitis traen la impronta del presente y las pinturas rupestres la impronta del pasado. Pero las interminables capas de pintura sobre los grafitis no borran, sólo anticipan el espíritu de las improntas que vendrán. Irma vuelve a reírse de mí. Los años no nos han pasado en vano, cada una se aferra a sus propias lecturas. Sin embargo coincidimos en la emoción. Qué duda cabe de que me he imbuido no sólo de los azules con que tiñen los frutos del calafate cuando uno los muerde, y la impronta de las Manos, sino de las palabras del antropólogo Carlos Gradin: "Al llegar al cañadón, pensé que mi corazón explotaría de alegría; en el cielo, sobre las pampas, había una franja roja cerca del horizonte. Era mi propia sangre. El Norte de mi vida me esperaba. Seguí marchando cuesta arriba. Y me vine…"
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