domingo, 26 de julio de 2009

Probable encuentro de Manuela Sáens y Herman Mellville en Paita. ¿Cómo saber qué sí?¿Cómo saber que no?

De La gloria eres tú

... así salió de la punta de mi lápiz; así la desentrañé de su jardín y la volví a él,
fresca, todavía con frescura de mata e intangible...
no se me oculta que este huésped intruso, esta recién venida,
por su sola presencia, aun sin moverla mucho, aun sin tocarla,
me hace ya arrostrar grandes peligros;
hasta el peligro de lo inverosímil, de la ira que acarrea lo inverosímil en nuestra época,
en que hay que vivir y morir de realidad.
Dulce María Lloynaz
La Habana, junio de 1935, a las siete menos cuarto de la tarde.




























La sangre de la encía estaba ahora en la galleta y la galleta estaba en la mano de John Beard, marinero de cubierta del Acushnet. Todo hombre de mar conocía lo que significaba aquella roja insignia con que el escorbuto anunciaba el arribo de la muerte en cualquiera de los veleros que surcaban los mares del mundo en ese año de 1841. Uno de esos veleros era el Acushnet que había zarpado de New Bedford, allá por el mes de enero y en ese momento navegaba de macón a pocas millas de las costas del Perú, a la altura del puerto de Paita, a cinco grados de latitud Sur y ochenta de longitud Oeste sobre el Pacífico Sur.
Un capitán de crueldad legendaria, un primer oficial de feroces puños irlandeses, nariz de boxeador y un aura de alcohol, dos oficiales más y un grupo de hombres de carácter tumultuario, conformaban la tripulación del ballenero. Veintisiete hombres con distintos soles y tatuajes, marca de látigo a la espalda y algunos cortes de navaja en la cara; reclutados la mayoría durante la resaca de un amanecer cualquiera en las tabernas del puerto de Fairhaven.
El primer oficial O’Brien navegaba desde los dieciocho años y había llegado a primer oficial gracias a su parentesco con uno de los armadores de la empresa, para ser más exactos, con el viejo Scott, pero eso no significaba que careciese de la experiencia necesaria como para no comprender que si en el puente de mando estaban el segundo contramaestre, tres gavieros y un arponero, acontecía algo parecido a un motín.
El mismo John Beard blandía en el aire la galleta impregnada de sangre. El primer oficial apenas la miró; en cambio clavó los ojos en el segundo contramaestre y con una furiosa lentitud dijo:
—Estoy esperando explicaciones, señor Artufal, ¿qué hacen usted y estos hombres sobre el puente de mando?
Curiosamente el que contestó fue el más joven de todos, Herman, que hacía pocos años se había enrolado como arponero.
—Queremos que ponga rumbo a tierra, señor O’Brien.
Y ante el silencio de O’Brien, insistió:
—Ponga rumbo a tierra, señor.
—Sólo el capitán puede ordenar cambio de rumbo —dijo O’Brien.
—El capitán Délano está prisionero en su camarote.
—Siete grados a estribor —ordenó O’Brien sin inmutarse.
El timonel obedeció. Los hombres de mar, como los de llanura, entienden más el idioma de los gestos que el de las palabras. Todos comprendieron que aquellas palabras encerraban un segundo mensaje.
O’Brien siguió hablando impasible:
—Pueden tomar el barco y encadenar a los oficiales, pero ninguno de ustedes sabe leer una carta marina... no tienen la menor idea, tampoco saben manejar la posición para que el velamen aproveche todos los vientos. Cada gaviero conoce su gavia, el pedacito de su vela, aunque ignora el conjunto total de las velas y de los vientos, del mismo modo que ignora en qué parte del océano se encuentra el velamen.
—Nosotros no sabemos navegar, sólo sabemos abrirle la garganta al oficial que se niegue a llevarnos a puerto.
O’Brien se dio vuelta. Esos puños apretados, el bulto de tabaco y saliva en un costado de la boca, hubieran impresionado en otro lugar, pero no en ese buque ballenero, rumbo al Cabo de Hornos.
—¿Va a ser usted el que me abra la garganta?
—Espero que no sea necesario, señor —contestó el arponero Herman.
O’Brien lo había contratado por su eficaz hoja de servicios. Ojos certeros para el arpón y una extraña mirada que lo hacía un ser extraño. O’Brien lo había visto pasar tardes enteras tirado en su coy, con un libro en la mano; en otro momentos, lo veía deslizándose por la noche como un ratón en la penumbra. O’Brien había ya reparado en la mirada singular del arponero.
—Creo —dijo O’Brien— que esto se parece a un motín. Irrumpir armados en el puente de mando sería calificado como motín por cualquier corte del mundo.
—Ninguno de nosotros está armado —contestó alguien.
—Me alegra saberlo —dijo O’Brien con una leve sonrisa y su mirada se concentró en la banda de babor.
Puso un pie sobre las bolas de Thompson que él mismo había cambiado de lugar esa mañana, colocó el catalejo que tenía en la mano dentro del estuche y se acercó a uno de los muebles pretextando guardarlo. La voz del timonel lo detuvo:
—No está, señor.
—¿Qué cosa?
—La pistola en el cajón.
—Once grados a babor —dijo simplemente volviendo a su puesto y, no bien el timonel obedeció la orden, todo el velamen comenzó a drapear.
Enfilando el nuevo rumbo, la proa del Acushnet vació de viento las gavias, la cangreja y uno de los foques; el otro se mantuvo hinchado sabe Dios por qué. El palo mayor y el trinquete crujieron como nunca en todos los años de navegación del Acushnet y en la popa la botavara chocó con algo.
No se escuchó ningún grito cuando el cuerpo cayó sobre la cubierta. Era el de un grumete. Casi un chico. Desde el puente de mando corrieron a socorrerlo. Artufal, el segundo contramaestre amenazó:
—Si ese hombre muere va a morir también usted, señor O’Brien.
—Es Smith —dijo alguien que se había asomado—. Es Smith, el grumete que embarcamos en Nantucke.
—Si ese hombre está muerto también va a morir usted —repitió Herman.
—Ustedes también morirán si matan a un oficial. Además, quién de ustedes piensa ocupar mi lugar...
Herman ordenó:
—Rumbo a tierra, señor.
O’Brien sabía que se imponía un largo silencio. Así se mantuvo. Al poco rato, después de reflexionar, dijo:
—Hace menos de seis meses que vi los cadáveres de Hardour y Darie balancearse de una soga, muertos por haber amotinado a la tripulación del Saint George, vi impregnarse los pantalones de sus propios excrementos, de su orina, su semen... uno de ellos con la lengua fuera... y los dos con los ojos abiertos, como si no pudiesen dejar de mirar los gatos que rondaban el patíbulo en espera de la noche para comerles las vísceras.
Herman interrumpió:
—Recuerde, señor O’Brien, que esos hombres dieron su vida por la dignidad de los hombres de mar.
Artufal intervino:
—Muchacho, ese viejo Hardour era un borracho hijo de puta y Darie nunca me pagó el barril de arenque que me robó en New Bedford.
Herman pareció no escuchar. Su vista se había concentrado en el catalejo que O’Brien aún tenía entre manos. Alguien llegó corriendo:
—Smith se acaba de levantar.
O’Brien vio entonces la oportunidad de aflojar la tensión y arrojó el catalejo a Herman.
—Guárdelo, muchacho, le va a ser útil.
Éste lo atrapó en el aire y se quedó observándolo, no levantó la vista ni siquiera cuando O’Brien ordenó:
—Señores, tienen veinte segundos para desalojar el puente de mando. Prepare los gavieros, señor Artufal. Tengo entendido que vamos a enfilar el buque hacia la costa, Puerto Paita.
A los pocos minutos los hombres trepaban a sus puestos. Sólo Herman, como arponero, no tenía que participar en la maniobra, trepó lentamente la escala de gato y se ubicó en la cofa. Como si nada estuviese pasando, desplegó el catalejo y lo acercó a su ojo. Jamás había mirado por un catalejo. Ese mundo redondo y enorme que veía a través del cristal lo hacía sentirse un gigante. Ese pueblito allá en la costa con sus casas de adobe y madera, de techos de paja gris y de callecitas estrechas; aquel uniformado de chaquetilla colorada y grandes bigotes con un espadín de pretenciosa empuñadura en vaina de cuero con adornos de metal, soldado de juguete, igual a aquellos que la abuela de Herman sacaba de la vitrina los domingos para que él jugase, mientras ella vigilaba de tanto en tanto el pastel de manzanas en el horno.
—¡Dios! —exclamó y una eclosión de azules invadió su retina. El mar era el mismo de siempre. Su mirada no. El encaje de espuma de los olas, un pelícano navegando plácidamente. Una gaviota que parecía detenerse en el centro mismo del vidrio, abriendo las garras de sus patas para precipitarse sobre su presa. Todo, hasta el latir de su corazón era exagerado y al mismo tiempo llano, seco, despejado.
Herman parecía estar descubriendo su propia mirada. Cada tanto cerraba su ojo derecho y atisbaba ese mar de antaño con el izquierdo, ese mar tan repetido, tan cotidiano. Luego dirigió la mirada al catalejo como si aquello que había contemplado sólo estuviese dentro del cilindro de bronce. Recordó una ballena que se perdió en la distancia por la banda de estribor, absolutamente fuera del alcance de su arpón y capturada sólo por sus ojos, prisionera sólo en su memoria.
En el catalejo aparecían unos perros alrededor de una mujer que se mecía en un sillón de mimbre. La mujer sostiene un libro; lee y de cuando en cuando alza la vista hacia las gaviotas alborotadas que sobrevuelan los restos de comida, arrojados por el cocinero. Herman aparta de nuevo el catalejo y lo dirige una vez más a la mujer. Ella no existe para él y él no existe para ella.
Abajo, en cubierta, ya habían alistado las gavias. La proa del Acushnet, al virar, prometía a las velas envolver nuevos vientos. El capitán Délano había reunido a buena parte de la tripulación. Varios de esos hombres provenían de la Marina de Guerra y son esos los que más odian a los oficiales, sin embargo son los primeros en obedecer. O’Brien estaba junto a Délano, a quien había liberado personalmente.
El capitán Délano no se había percatado del motín pues dormía cuando lo dejaron encerrado en su camarote. Sólo al salir pudo comprobar el nuevo rumbo del barco, fue entonces que recordó el consejo que le diera uno de sus instructores, en sus tiempos de aprendiz: “Nunca des una orden cuando no tengas la seguridad de que se ha de cumplir”. Délano hizo como si él hubiera dado la orden de poner proa a la costa y sintió cierta tranquilidad. Herman viró el catalejo hacia la línea del horizonte: una fina pincelada entre dos azules.
—¡Dios!... —volvió a susurrar, mientras contemplaba una vez más el mar que golpeaba contra el Acushnet. Y allá, en la costa, pequeñas barcazas de remolque; entrechocar de botes, gaviotas rapiñando tripas en la arena; pelícanos que sobrevolaban una pequeña embarcación donde un grupo de pescadores extendía su red. Asomaba también la calle principal de Paita. Calle despojada, seca, agrietada; por la que transitaba un hombre flaco, desarrapado, acarreándose a sí mismo como quien lleva un saco de huesos. Lejos. Ausente.
Aquella quietud no anunciaba nada, ni siquiera mal tiempo, pero Herman no había olvidado las palabras que el borracho de su tío solía repetirle: “...las cosas ocultan siempre otras cosas”, y tal vez era verdad. Esa aparente calma en el puerto, la casa color melón y el cartel donde se lee: Tobacco-English Spoken, ¿qué cosas contenían?; igual que aquella mujer en el sillón de mimbre rodeada por unos perros, leyendo, retirándose de la frente el mechón de pelo. Todo para Herman era un enigma.
El mechón de pelo se volvió a soltar de una de las trenzas. Llegaban hasta ella unos acordes de piano desde el cuarto contiguo, un piano como el que tocaba Fanny, la colorada, en la taberna allá en New Bedford, un piano como el que aporreaban sin misericordia las hermanas de Herman, durante la lectura de los Salmos. Herman reparó que la mujer se ponía de pie y conversaba con otra, una morena que hablaba agitando los brazos en alto, mientras se acomodaba el turbante colorado que sujetaba su mata de rulos. El tañir súbito de unas campanas provocó un alboroto de gaviotas. La mujer se volvió a sentar, escuchaba atenta a la morena. Cómo imaginar que, horas después, encadenado y con grilletes en los tobillos, Herman estaría en aquella galería de la casa color melón delante de la mirada de esa mujer.


Los acontecimientos se precipitaron. Herman descendió de la cofa, y se tiró en su cucheta. Despertó al amanecer cuando el Acushnet pareció a punto de encallar. Asomado por la borda vio lanchones con hombres armados de fusiles y trepar por la escala de gato a un oficial de piel oscura. Horas más tarde, Herman, John Beard, el segundo contramaestre y otros dos insurrectos, engrilletados, eran descargados como bultos sobre uno de los botes, entre tanto los demás descendían sin custodia de otra embarcación.
Uno a uno, los hombres del Acushnet se fueron abriendo paso entre los pobladores en medio de sus propios exabruptos, malolientes y fatigados. Eran veintisiete en total; entre ellos, había hombres rengos, cojos y contrahechos.
El cónsul norteamericano en Paita, mister Alexander Ruden, dirigía el operativo. Junto a él se hallaba el capitán Délano y el primer oficial O’Brien. Aquella mujer que Herman divisó con su catalejo, registraba ahora la declaración de los prisioneros; era de las pocas personas que en el puerto conocía el inglés.
Cohibidos los marineros frente a ella, unos retorcían su gorro, otros tartamudeaban, muchos respondían a sus preguntas sin atreverse a mirarla, intimidados por una dignidad aún no resuelta. Después, algo aliviados, se vieron caminando por los corredores de la casa color melón, donde una muchacha, pañuelo escarlata en la cabeza, les ofrecía mangos y naranjas. El extremo del turbante de la negra rozaba sus pechos. Los hombres traían tantas millas marinas sin probar fruta alguna. Sedientos, exprimían en su boca limas y naranjas, para defenderse de la amenaza del escorbuto. La muchacha, como una fruta exótica, lucía frente a ellos. Ella lo percibía y mantenía la distancia. Su prudencia la llevaba a escudarse detrás de la mesa que se utilizaba a diario para degollar los cerdos. Servía también para desplumar las gallinas y quitarles las tripas a toda clase de animales. Ahí se desnataba la leche y se dejaban reposar los quesos de cabra, los embutidos de chancho, se salaban los huesos y el charque, se impregnaba del sudor de las mujeres donde también amasaban el pan.
Herman intuía que aquella tabla olía a faena casera, a mesa de cocina y que en los senos oscuros de la muchacha y en el repelús de los duraznos y damascos, en los azahares del canasto de naranjas, anidaba y bullía la vida.
La muchacha del turbante escarlata seguía parapetándose detrás del mostrador. Tres hombres rengos compraron cigarros, bizcochos y bebidas y siguieron su camino, uno junto al otro, secándose la boca con el puño de la camisa y arrastrando los tres la pierna derecha como al compás de una misma música, lejana, o el espíritu de una música o de un pensamiento vago, ligero, constreñido.

Herman está frente a la mesa y la mujer se retira el mechón de pelo sobre la frente. Bebe un sorbo de agua y se inclina sobre el Libro de Actas. Escribe unas líneas y previene:
—Mister Ruden ha pedido que tome los antecedentes de ustedes cinco.
—¿Quiénes cinco?
—Los que instigaron al motín.
Detrás de Herman una voz interviene:
—Cuatro señora, pues John Beard no puede ser juzgado. Él está muy enfermo, el escorbuto lo tiene postrado. Ningún juez va a ahorcar a un hombre con la muerte ya instalada, sonriéndole en sus encías. Se amotinó para salvar su vida.
El que había hablado era O’Brien. La mujer apenas había mirado al oficial y éste apenas había mirado a la mujer. Pero Herman, el arponero del Acushnet, a punto de ser conducido a la horca, tuvo la certeza de que algo insólito le ocurriría.
O’Brien sacó su reloj del bolsillo, abrió la tapa de metal, arrancó el cristal y lo depositó sobre la mesa, inmediatamente después se alejó.
—¿Arponero? —preguntó ella. Y sin esperar respuesta, puso el cristal en la mano de Herman:— Muérdalo —le pidió.
Herman obedeció. Simulando un bostezo introdujo en la boca el vidrio y sin vacilar lo mordió. La encía comenzó a sangrar.
—¿Nombre? —interrogó la mujer.
—Herman Melville —contestó el fornido hombre de mar.
La mujer escribió Herman Melville. No se asombró cuando el muchacho le preguntó a su vez:
—¿Y el suyo?
—Manuela Sáenz.










El mundo no se percata dónde queda Paita. Han pasado ya ocho años y sólo he visto miserias, pobreza, epidemias... ¿Cómo puede una mujer estar al día en cosas de la cultura? ¿Y cómo recolectar datos? Idea mía: barco que llegue, asalto de información. Ciudadano que caiga en éste: sacarle noticias.
Escribo a mis familiares en Quito y nadie contesta. No tengo a nadie. Estoy sola y en el olvido. Desterrada en cuerpo y alma, envilecida por la desgracia de tener que depender de mis deudores que no pagan nunca.
Qué contraste, Simón: de ser reina de La Magdalena, a esta vida de privaciones. De caballereza del sol a matrona y confitera, de soldado húsar a suplicante, de Coronel del ejército colombiano a encomendera.
¡Basta! Me voy a Lima.


Mi corazón no tiene reposo. Nunca lo tendrá. Habitará un poco en Ecuador, entre Quito y Cuenca, Yunga y Catahuango o en Lima, quizá Bogotá... pero por ahora, hoy por hoy, sólo por hoy, mis pies están en Paita. Acá, en este puerto donde es posible que hasta mis huesos se diluyan entre los dedos de un pescador.
Me pregunto cuál de estas dunas es el límite exacto y preciso que divide, y al mismo tiempo une, estos dos pueblos que amo.
Me avergüenza ver cómo Melville me fisgonea todo el tiempo. De todos modos sonrío. Él también parece avergonzarse. Muchas veces sucede con las cosas del mirar y yo, que nunca he sido mujer de pudores, hace demasiado tiempo que soy una planta sin flor, sin fruto y sin aroma. Uno de esos jazmines que se desprenden de los arbustos y caen secos; una corola blanca de esas que huelen a nada. Aunque las flores, a veces, tienen los cálices cargados de miel o de rocío o de las lluvias iniciales. Nada me ha sucedido después de muerto Bolívar. Ahora, de vez en cuando, algunas noches en el patio, un murciélago me roza con la seda de sus alas, me estremezco entonces y el olor a tierra y hojas me humedece, me embriaga como un bálsamo.
Una gaviota de vuelo rasante perturba los últimos indicios de luz sobre la costa de la bahía lisa como panza de ballena. Melville se ve despreocupado, desentendido del tiempo. Es verdad, en Paita, el tiempo no existe.
—No importa —dice como si continuase un coloquio anterior—... de todos modos no me siento a gusto en ningún lugar, pero volveré a intentarlo cada vez... ¿comprende, Manuela?
Me toma del brazo y me obliga a caminar junto a él. Este mundo sin tiempo ni lugar en que Melville vive es tan igual al mío que, seguramente, ni yo misma existo. De todos modos, y como si yo le perteneciese, me impide que vuelva a quitarme el mechón de la frente. Me observa, me atraviesa en realidad con esa tierna y desolada mirada azul.
—Sigo sin entender —digo sólo por decir.
—...que esas palabras que aún no he dicho ya le pertenecen...
Tampoco entonces entiendo, o tal vez sí. Hay algo verdadero en esa mentira, en cierto modo. Esas palabras aún no pronunciadas por este arponero que dice llamarse Herman Melville, jamás van a pertenecerle a nadie. Quién sabe de qué mundos vendrá con tan deshecho fárrago de sueños. Él, que intuye mi curiosidad, dice:
—Es que no hay dolor como el que callamos...
Quién no sabe eso en realidad. Tan cierto, como el mar de cada día. Éste que nunca deja de avanzar y retroceder por la arena socavada, este mar que tantas veces me ha llevado y me ha traído de otros lugares y que un día me abandonó acá, en el umbral de esta casa color melón, mi orilla, mi patria, todo mi mundo ahora.
Calladamente, puede que a causa de mi silencio, Melville sale y cierra la puerta a su espalda. Yo también me he cansado de andar entre cosas muertas, sacudiendo el polvo de tanto vestido viejo, de sedas gastadas, de flores revueltas entre papeles y este solo ramo de violetas entre las cartas. Sí, son demasiadas las cosas muertas.
Melville ronda por la casa. Dulce María supo cómo retenerlo. Aquel día del motín, ni bien el capitán Délano aceptó retirar a Melville de entre la lista de los amotinados, Dulce María le dio a beber a Melville unas hierbas y el pobre, a poco rato, se sentía a punto de morir de calentura y desvarío. El capitán Délano había aceptado que tal vez otro, además de John Beard, hubiese contraído escorbuto, y que padecía de un intenso estado febril, además comprobó que le sangraban las encías, por lo tanto se hacía necesario darlo de baja para proteger a la tripulación del Acushnet y evitar cualquier otro intento de motín. Debía ponerse al marinero Melville y a los otros en una especie de cuarentena hasta que el desenlace de la enfermedad le permitiese volver a cumplir funciones en el Acushnet o, en su defecto, permanecer donde las circunstancias lo hiciesen necesario. Hace un tiempo de todo aquello y John Beard ha muerto.
Creo que la fiebre en Melville no ha sido tan falsa después de todo. A veces pasa; uno cree que puede provocar las cosas y finalmente son esas mismas cosas las que nos provocan. Este joven que dice llamarse Herman Melville tiene apenas veinte años y, a pesar de su desamparo, parece lo suficientemente fuerte como para superar la inminencia del escorbuto o de cualquier otra enfermedad. Pese a que, un poco amodorrado después de tantos meses en alta mar, su organismo tanto no pudo defenderse de los embates del té de yuyos de Dulce María. Creo que su fiebre no ha sido nada premeditada después de todo. Veinte años... Herman tiene veinte años. Yo muchos más. Le digo que sólo a los veinte la fiebre sube tan fácil a causa de un simple té de yuyos pero no me escucha e insiste en saber.
—Quiero saber de usted, ojos-risueños... —dice, y pone su mano sobre mi regazo sin pedir nada más.
—No hay mucho que contar, ahora... —digo quitando suavemente su mano de mi regazo y evitando la insistencia de sus ojos.
Se ha desencadenado un poco de viento. Cierro la ventana y al hacerlo Melville sigue mis pasos por el cuarto, sabe de mi cobardía. Sobre todo, seguramente ha notado que hace mucho tiempo que nadie me toca desde el deseo. Él no sabe tanto de Bolívar, tal vez ni siquiera sepa quién fue Simón Bolívar para Manuela Sáenz; tampoco quién he sido yo para El Libertador, pero ha visto de mí lo suficiente como para notar que, al menos por ahora, rechazo un poco esto de volver a sentir la pasión de un hombre o un poquito de deseo a causa de esa pasión.
A pesar de que la fiebre ha resistido apenas unas horas, se ve aún más delgado. Dulce María lo ha vestido como una madre a su niño. Muy de Dulce María por cierto esa costumbre. Hasta le preparó junto a la ventana una mesa donde él habrá de disponer sus notas y papeles, más algunos de mis libros y una lámpara junto a la botella de brandy y la copa. Sé que yo también voy a consentirlo porque es de un clarísimo genio y eso, pocas veces se da.
Sonríe. Le digo que yo también escribo y vuelve a sonreír.
—¿De qué se ríe? —pregunto.
—Lo mío son historias pero de otra gente. ¿A quién habría de interesarle mi paso por la vida... o lo que yo siento de mi paso por la vida?
—A mí.
—Yo pregunté primero —respondió sonriendo.
—¿Qué quiere saber?
—De la Libertadora.
—¿Quién le dijo?
—Dulce María.
—¡Esa vieja zorra!...
—¿Le hace daño? —pregunta Melville.
—Es que cada vez que alguien pregunta no puedo evitar recordar.
—Es muy lógico...
—No sé.
—Cuénteme de Bolívar.
Sé que ningún silencio mío impedirá que Melville insista... hoy, mañana, de noche o de tarde, tendré que quebrar este miedo a recordar. Este voto de silencio impuesto desde que salí de aquella hostil Bogotá.
—¿Bolívar?... cómo contarle en pocas palabras.
—No tienen que ser pocas... Por favor, hábleme de Bolívar.
—¿Usted sabe algo de utopías? —pregunto sin saber muy bien hacia dónde voy, y como si él sí supiera, sencillamente responde:
—Es... como ir hacia el norte. El norte es algo más que un punto cardinal, el norte es subir, buscar... Ir a la búsqueda. Ir siempre tras la búsqueda. Así cada instante y cada día de la vida.
—Eso mismo decía Bolívar, que América es una utopía, que siempre lo será. Cientos de pensadores, de hombres, de mujeres empeñados en liberar al negro y al indio en su propia cuna. Nadie ha perdido aún la fe; quizá no dejar que el hombre pequeño pierda la fe sea el único mérito de los grandes hombres, ¿no?
—Y de las grandes mujeres...
—¿Grandes mujeres?
—Usted, por ejemplo...
—Las mujeres somos sólo mujeres.
—La más bella utopía.
—¿Le parece?
—¿A usted no?
—En todo caso no me parece lo más importante hablando de Bolívar...
Melville se ríe con ganas y no entiendo por qué. El hoy y el aquí es el único espacio, la única pertenencia, la única utopía.
—¿Usted cree que el hombre va a estar siempre fuera de su sitio? —pregunto.
Vuelve a reír pero esta vez sin tantas ganas. Toma la caja de los cigarros y los contempla. Los cambia de lugar una y otra vez como si exigiese una armonía.
—Creo que, cada tanto, es necesario alejarse un poco de las cosas —dice y continúa jugando.
El primer habano al lugar del último, el último al del medio, el cuarto al del primero, el segundo al del penúltimo y gira, una vez más todos y cada uno en su lugar. Me da a elegir y elijo.
—Eso no contesta mi pregunta —digo y le doy uno cualquiera, yo misma los he armado y son idénticos. Muerde la cabeza del habano, lo enciende y lo gira en un rito del cual parece haberme dejado fuera. Lo acerca a la lámpara todavía un poco más. Espera. Sus ojos azules se han entibiado con la espera. Finalmente lo lleva a su boca, chupa y exhala en una especie de vertiginosa complicidad con su silencio. Alza la mirada. Sí, sus ojos se han puesto tibios, serenos. Me ofrece el cigarro. Me gusta que lo haga. Me gusta esta humedad que ha dejado su boca en la hoja. Me gusta el aroma del tabaco en su boca. Me gusta su boca entreabierta y su duda. Todo él huele a tabaco. Me gusta el humo que nos acerca, que nos retiene, que nos aleja y nunca nos abandona del todo. Me gusta.
—¿Sabe?... Bolívar no fumaba y no dejaba que nadie lo hiciera cerca de él.
—Salvo usted, claro.
—Salvo yo. ¿Y usted cómo sabe?
—No lo creo capaz de privarla de este placer ni de ningún otro.
—Es verdad. Pero tampoco era capaz de privarse él mismo de ningún placer y eso a la larga era como privarme a mí de muchos.
—¿Otras mujeres?
—Todas, todas las ofrecidas.
—Todas no son demasiadas para un solo hombre —dice riendo.
—Eso mismo le decía yo.
—¿Y él que le contestaba?
—Reía, simplemente reía como si yo fuese una niña y hubiese dicho algo gracioso.
Siempre que no sabía qué decir sólo reía. Aunque una vez me contó. Dijo que simplemente se había tendido en la arena junto a una niña que tenía los ojos transparentes y que no se tocaron ni siquiera con un beso.
—¿Entonces? —pregunta risueño y ya con los ojos un poco encendidos.
—Me molesté mucho, porque sé que esa vez ardió de deseos más que nunca por una mujer, porque de ese modo ella había cubierto de frutas maduras todo su cuerpo y él seguramente habría atizado entonces su fuego más oculto.
Melville sonríe. Concede. Cuando calla sé que concede. Ha clavado su mirada en mis ojos como si con eso fuese suficiente. Lo es.
—Los celos, los celos... —dice simplemente— ¿y qué hizo con el enojo?
—Poca cosa.
Muy poca cosa en realidad. Me recuerdo por la casa con un desenfreno imposible de soportar, por momentos triste, por momentos endiablada. No sé quién empezó aquel ritual, sólo sé que en medio de mis cavilaciones me di vuelta y las vi rodeando un fuego recién encendido en el que quemaban unas ramas de laurel.
Nathán y Jonathás ponían a hervir en una marmita licores y yuyos. Luego se tomaron de las manos y sólo entonces me ofrecieron participar. Las tres rodeamos el fuego. Las caras iluminadas, los ojos encendidos, viendo cómo el laurel chisporroteaba sin dejar cenizas. Me indujeron a condenar al infiel diciendo: “Que así se incendie su carne”.
Luego, sirvieron de aquel líquido en un cáliz, ofreciéndome tres libaciones. Bebí y como si no fuese yo la que hablaba, ni mía la voz que fluyó de mi garganta, de tanto necesitar quitármelo de adentro, imploré en voz alta: “Por qué te me habrás pegado a la carne de esta forma”.
Fue entonces que de la boca me brotó un vómito de quejas y confesiones, de conjuros, de sortilegios. Poseída por mi propio deseo; por aquel fuego interno que encendía a diario para quemar a Bolívar, pero en el que yo misma me iba consumiendo. Dicen que me desmayé. No sé. No lo creo, veía mi propia cara en las caras de Nathán y Jonathás. Sus caras eran dos trozos de un espejo roto que reflejaba mi desfallecer, mi sonrisa endemoniada y esta mala costumbre de replegarme como un insecto en su capullo. Así me vi entonces, convertida en una crisálida abarquillada, en una envoltura de hojas grises. Dejaron de mirarme.
Nathán desató el turbante colorado de su cabeza y envolvió con él su cuerpo, iniciando una danza.
Jonathás arrojó al fuego una camisa de Bolívar y un puñado de sal, unas ramitas de toronjil, una naranja. Dibujó unos círculos sobre la llama y comenzó a hablar en voz muy baja obligándome de ese modo a acercarme mucho a ella y a la hoguera. Me vi entonces salir de mi envoltura, dejándola caer al fuego. Jonathás murmuraba: “...tú, Bolívar, que eres un dios con pezuñas de macho cabrío a cuyo paso tiemblan los jardines, tú, Bolívar, cuyo hálito sacude los follajes y deliras a todas las hembras, tú, hombre, nunca vas a poder liberarte de esa condena con la que fuiste investido en el mismito vientre de tu madre... tú, Bolívar, que ahora te has pegado a la carne de mi señora Manuela, vas a morir como una sanguijuela revolcándote en tu sal...”.
Luego Nathán detuvo el baile y ordenó a Jonathás que fuese a esparcir unas yerbas en los umbrales de Bolívar y que escupiera sobre ellas diciendo: “machacaré tus huesos, señor Libertador...”.
Viendo retorcerse la camisa de Bolívar en el fuego, el estómago me dio un vuelco. Se me desencadenó un largo llanto que lloré como si no fuese un llanto mío. Pude ver entonces que una vez más mi amor por Bolívar había recibido la única cura posible: el bautizo de mis propias lágrimas. Nathán y Jonathás dieron por terminada la ceremonia. Sabían que Manuela Sáenz se calma así, sólo así, del mismo modo que se aquieta el viento bajo la influencia de la luna. Y eso fue todo. Me acuclillé junto a las dos y en voz muy baja les advertí que las penas de amor sólo se curan con la presencia y que nada hacen el fuego ni los conjuros. Eso fue todo.
—¿Y ellas?
—Ellas pusieron sobre mi regazo la gata que maullaba como una sombra de tres colores, al pie de la escalera...
Melville, inquieto, se pone de pie y se acerca a la mesa, revuelve los papeles, los vuelve a ordenar, abre su cuaderno de notas. Sugiere que me vaya, abre la primera página después de tantas escritas por él en este último tiempo. Toma la pluma, confirma la tinta del frasco. La gata pega un salto hasta el descansillo de la escalera y maúlla otra vez. Sabe que ahora iré a cobijarme entre las sábanas frías. Así se me pasan los días. A veces cuento yo y él habla, a veces hablo yo.
Melville escribe hasta entrada la mañana. Duerme poco. Sale apenas raya el alba. Camina, parte leña. Después desayunamos mirando el mar. Es él quien mira el mar. Yo le doy la espalda. Hace días que Melville anda inquieto. Tiende a pasar interminables horas encerrado, frente a su cuaderno de notas. No come jamás hasta las cuatro o cinco de la tarde. Al atardecer emprende una lenta caminata hasta llegar a los cerros sin separarse de su catalejo.
Yo no. Yo estoy atada a una eterna melancolía, y nunca subo a los cerros. Sé que en ningún sitio podré encontrar lo que es mío. Melville y yo hemos encontrado nuestro quehacer en Paita. Él escribe en su cuarto y yo en el mío, buscando entre los papeles la hoja en blanco, sin mácula, pero nunca vacía.


Escribir me ayuda a soltar mi mala sangre y, al mismo tiempo, me digo a mí misma que soy adicta al sufrir. Si Bolívar hubiera escuchado a ésta, su amiga, que sí lo fue. Otra cosa hubiera sido. No hubiera quedado mico con cola. Me resisto a ser vengativa pero... ¿cómo perdonar?
Cómo perdonar, por ejemplo, a ese Santander que, siendo vicepresidente de la República allá por el 1825, aconsejaba a Simón que fuese yo degradada, porque él, como tantos otros, consideraba que el ejército de Colombia se veía perturbado a causa de mi presencia. Y él, mi buen Simón Bolívar, mi amado Simón, mi Señor, respondió:
“¿Que la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes, en este caso con heroínas, ¿qué quiere usted que yo haga, Santander?... Sucre me lo pide por oficio; el batallón de húsares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla y yo, empalagado por el triunfo y su audacia, le doy ascenso sólo con el propósito de hacer justicia. Yo le pregunto a usted, Santander: ¿Se cree más justo que yo? Ya conoce a Manuela, sabe de su comportamiento cuando algo no le encaja. Usted tiene razón en que yo sea tolerante de las mujeres a la retaguardia, esto es una tranquilidad para la tropa, Santander. Un precio justo al conquistador, el que su botín marche con él”.


Pero Manuela Sáenz no es un botín de guerra. Bolívar lo supo mejor que nadie. Ahora, soy yo la que mejor lo sabe. Por eso escribo. Escribo y escribo y me pregunto cuántos años deberé pasar en este sitio. Quiero volver a Quito... tal vez a Lima. Quiero irme. Basta.
Melville ha pasado un largo tiempo conmigo, ¿o uno corto quizá? Se irá. Nada importa. De Bolívar tuve siempre la certeza del regreso y cuando no volvió nunca más, fue por un motivo tan ajeno a su voluntad que es como si nunca se hubiese ido. Es que los muertos no abandonan, sólo se van. Interrumpen esa costumbre de dejarse tocar y toquetear, ver y fisgonear, oler y escudriñar; abdican de las caricias hasta mejor ocasión, saben que el devenir es eterno, inagotable. No, los muertos no abandonan. Sólo abandonan los vivos. Y, cuando el próximo buque se detenga en este lugar donde confluyen el puerto de Paita y la línea del horizonte, Melville tomará el catalejo y la cofa y ese deseo incesante de desflorar los caminos, sometido a la acción una vez más de quién sabe qué corrientes, anunciará su inminente reembarco rumbo al sur, al Cabo de Hornos o a las islas Galápagos o de nuevo a New Bedford, qué importa dónde. Sólo importa que por estos días vive sometido a la espera, y la espera, ya se sabe, puede durar un parpadeo o ser eterna.
Las Gacetas que me llegan son números atrasados y yo quiero vivir el presente con noticias frescas. No vale un cuartillo leer, no hay con quién comentar. Medito nuevas que tengan que ver con el provecho de mi patria, Ecuador. Escribo cartas y cartas, nadie apura mis asuntos en Quito, sólo por la providencia vivo. Al menos tengo todavía amigos. Jonathás vino del muelle. Vio al general Santa Cruz con recados para mí de que al señor general Flores lo reeligieron por ocho años más. Las noticias que recibo de Quito ya son esperanzadoras. El señor Presidente General don Juan José Flores, que es mi amigo, me pone al tanto de mi tierra.
Será mejor volver a Quito, entonces. Sí, Quito o Catahuango, por qué no a Cuenca.
Hace varias horas ya que un barco se acerca al puerto de Paita. Una bella nave sombría. La veo a la distancia. Ya casi ha arriado sus velas. Casi puedo escuchar el insondable golpe del ancla abriéndose paso en las aguas. Sí, una bella nave, fría, distante como esas mujeres de raíces sólidas que despliegan en torno a su hombre largos tentáculos cubiertos de flores y encajes, igual a una sirena, una Loreley, una diosa del mar.
“La travesía es el único láudano para mí...”, dice Melville. “Sólo cuando me voy siento la inmensa alegría del retorno.”
Pero no volverá jamás. Lo sé. Nadie vuelve. Desde que habló de irse, los días se me han vuelto cortos una vez más, y los amaneceres se suceden sin tregua. Temo que para no apenarme, Melville parta sin aviso previo y de noche. Duermo o dormito apenas en el sillón, junto a la ventana. Me despierto cada tanto. Me asomo y busco, entre las lobregueces de la noche y la duermevela. A veces, me parece oír los remos rozando los toletes de la falúa que va a trasladar a Melville al buque fondeado. Me asomo, no se ve nada. Los búhos ululan en la mansarda y la gata, de tres colores, reposa a los pies de mi cama. Siempre cerca de mí.
Melville dedica el tiempo a su cuaderno de notas con mayor dedicación por estos días, traza a vuelapluma bocetos del puerto de Paita, de las calles despojadas con la casa color melón y el cartel donde se lee: Tobacco-English Spoken-Manuela Sáenz. Todo lo hace mientras lo observo. También dibuja mis silencios.
Me he pegado a él como un clavel del aire a la rama. No parece nada inquieto con la marcha. Cuando intento decir algo, me pone un dedo sobre la boca y su risa irrumpe en este mundo nuestro cargado de tanta palabra nunca dicha. No, él no parece apenado. Ha puesto rosas en un florero y unas palabras en un papel:
“Para usted todo, ojos-risueños”, dice la nota y yo me pregunto mil veces: ¿todo qué, cuánto es todo, todo hasta cuándo...?

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