domingo, 26 de julio de 2009

Probable encuentro de Manuela Sáens y Herman Mellville en Paita. ¿Cómo saber qué sí?¿Cómo saber que no?

De La gloria eres tú

... así salió de la punta de mi lápiz; así la desentrañé de su jardín y la volví a él,
fresca, todavía con frescura de mata e intangible...
no se me oculta que este huésped intruso, esta recién venida,
por su sola presencia, aun sin moverla mucho, aun sin tocarla,
me hace ya arrostrar grandes peligros;
hasta el peligro de lo inverosímil, de la ira que acarrea lo inverosímil en nuestra época,
en que hay que vivir y morir de realidad.
Dulce María Lloynaz
La Habana, junio de 1935, a las siete menos cuarto de la tarde.




























La sangre de la encía estaba ahora en la galleta y la galleta estaba en la mano de John Beard, marinero de cubierta del Acushnet. Todo hombre de mar conocía lo que significaba aquella roja insignia con que el escorbuto anunciaba el arribo de la muerte en cualquiera de los veleros que surcaban los mares del mundo en ese año de 1841. Uno de esos veleros era el Acushnet que había zarpado de New Bedford, allá por el mes de enero y en ese momento navegaba de macón a pocas millas de las costas del Perú, a la altura del puerto de Paita, a cinco grados de latitud Sur y ochenta de longitud Oeste sobre el Pacífico Sur.
Un capitán de crueldad legendaria, un primer oficial de feroces puños irlandeses, nariz de boxeador y un aura de alcohol, dos oficiales más y un grupo de hombres de carácter tumultuario, conformaban la tripulación del ballenero. Veintisiete hombres con distintos soles y tatuajes, marca de látigo a la espalda y algunos cortes de navaja en la cara; reclutados la mayoría durante la resaca de un amanecer cualquiera en las tabernas del puerto de Fairhaven.
El primer oficial O’Brien navegaba desde los dieciocho años y había llegado a primer oficial gracias a su parentesco con uno de los armadores de la empresa, para ser más exactos, con el viejo Scott, pero eso no significaba que careciese de la experiencia necesaria como para no comprender que si en el puente de mando estaban el segundo contramaestre, tres gavieros y un arponero, acontecía algo parecido a un motín.
El mismo John Beard blandía en el aire la galleta impregnada de sangre. El primer oficial apenas la miró; en cambio clavó los ojos en el segundo contramaestre y con una furiosa lentitud dijo:
—Estoy esperando explicaciones, señor Artufal, ¿qué hacen usted y estos hombres sobre el puente de mando?
Curiosamente el que contestó fue el más joven de todos, Herman, que hacía pocos años se había enrolado como arponero.
—Queremos que ponga rumbo a tierra, señor O’Brien.
Y ante el silencio de O’Brien, insistió:
—Ponga rumbo a tierra, señor.
—Sólo el capitán puede ordenar cambio de rumbo —dijo O’Brien.
—El capitán Délano está prisionero en su camarote.
—Siete grados a estribor —ordenó O’Brien sin inmutarse.
El timonel obedeció. Los hombres de mar, como los de llanura, entienden más el idioma de los gestos que el de las palabras. Todos comprendieron que aquellas palabras encerraban un segundo mensaje.
O’Brien siguió hablando impasible:
—Pueden tomar el barco y encadenar a los oficiales, pero ninguno de ustedes sabe leer una carta marina... no tienen la menor idea, tampoco saben manejar la posición para que el velamen aproveche todos los vientos. Cada gaviero conoce su gavia, el pedacito de su vela, aunque ignora el conjunto total de las velas y de los vientos, del mismo modo que ignora en qué parte del océano se encuentra el velamen.
—Nosotros no sabemos navegar, sólo sabemos abrirle la garganta al oficial que se niegue a llevarnos a puerto.
O’Brien se dio vuelta. Esos puños apretados, el bulto de tabaco y saliva en un costado de la boca, hubieran impresionado en otro lugar, pero no en ese buque ballenero, rumbo al Cabo de Hornos.
—¿Va a ser usted el que me abra la garganta?
—Espero que no sea necesario, señor —contestó el arponero Herman.
O’Brien lo había contratado por su eficaz hoja de servicios. Ojos certeros para el arpón y una extraña mirada que lo hacía un ser extraño. O’Brien lo había visto pasar tardes enteras tirado en su coy, con un libro en la mano; en otro momentos, lo veía deslizándose por la noche como un ratón en la penumbra. O’Brien había ya reparado en la mirada singular del arponero.
—Creo —dijo O’Brien— que esto se parece a un motín. Irrumpir armados en el puente de mando sería calificado como motín por cualquier corte del mundo.
—Ninguno de nosotros está armado —contestó alguien.
—Me alegra saberlo —dijo O’Brien con una leve sonrisa y su mirada se concentró en la banda de babor.
Puso un pie sobre las bolas de Thompson que él mismo había cambiado de lugar esa mañana, colocó el catalejo que tenía en la mano dentro del estuche y se acercó a uno de los muebles pretextando guardarlo. La voz del timonel lo detuvo:
—No está, señor.
—¿Qué cosa?
—La pistola en el cajón.
—Once grados a babor —dijo simplemente volviendo a su puesto y, no bien el timonel obedeció la orden, todo el velamen comenzó a drapear.
Enfilando el nuevo rumbo, la proa del Acushnet vació de viento las gavias, la cangreja y uno de los foques; el otro se mantuvo hinchado sabe Dios por qué. El palo mayor y el trinquete crujieron como nunca en todos los años de navegación del Acushnet y en la popa la botavara chocó con algo.
No se escuchó ningún grito cuando el cuerpo cayó sobre la cubierta. Era el de un grumete. Casi un chico. Desde el puente de mando corrieron a socorrerlo. Artufal, el segundo contramaestre amenazó:
—Si ese hombre muere va a morir también usted, señor O’Brien.
—Es Smith —dijo alguien que se había asomado—. Es Smith, el grumete que embarcamos en Nantucke.
—Si ese hombre está muerto también va a morir usted —repitió Herman.
—Ustedes también morirán si matan a un oficial. Además, quién de ustedes piensa ocupar mi lugar...
Herman ordenó:
—Rumbo a tierra, señor.
O’Brien sabía que se imponía un largo silencio. Así se mantuvo. Al poco rato, después de reflexionar, dijo:
—Hace menos de seis meses que vi los cadáveres de Hardour y Darie balancearse de una soga, muertos por haber amotinado a la tripulación del Saint George, vi impregnarse los pantalones de sus propios excrementos, de su orina, su semen... uno de ellos con la lengua fuera... y los dos con los ojos abiertos, como si no pudiesen dejar de mirar los gatos que rondaban el patíbulo en espera de la noche para comerles las vísceras.
Herman interrumpió:
—Recuerde, señor O’Brien, que esos hombres dieron su vida por la dignidad de los hombres de mar.
Artufal intervino:
—Muchacho, ese viejo Hardour era un borracho hijo de puta y Darie nunca me pagó el barril de arenque que me robó en New Bedford.
Herman pareció no escuchar. Su vista se había concentrado en el catalejo que O’Brien aún tenía entre manos. Alguien llegó corriendo:
—Smith se acaba de levantar.
O’Brien vio entonces la oportunidad de aflojar la tensión y arrojó el catalejo a Herman.
—Guárdelo, muchacho, le va a ser útil.
Éste lo atrapó en el aire y se quedó observándolo, no levantó la vista ni siquiera cuando O’Brien ordenó:
—Señores, tienen veinte segundos para desalojar el puente de mando. Prepare los gavieros, señor Artufal. Tengo entendido que vamos a enfilar el buque hacia la costa, Puerto Paita.
A los pocos minutos los hombres trepaban a sus puestos. Sólo Herman, como arponero, no tenía que participar en la maniobra, trepó lentamente la escala de gato y se ubicó en la cofa. Como si nada estuviese pasando, desplegó el catalejo y lo acercó a su ojo. Jamás había mirado por un catalejo. Ese mundo redondo y enorme que veía a través del cristal lo hacía sentirse un gigante. Ese pueblito allá en la costa con sus casas de adobe y madera, de techos de paja gris y de callecitas estrechas; aquel uniformado de chaquetilla colorada y grandes bigotes con un espadín de pretenciosa empuñadura en vaina de cuero con adornos de metal, soldado de juguete, igual a aquellos que la abuela de Herman sacaba de la vitrina los domingos para que él jugase, mientras ella vigilaba de tanto en tanto el pastel de manzanas en el horno.
—¡Dios! —exclamó y una eclosión de azules invadió su retina. El mar era el mismo de siempre. Su mirada no. El encaje de espuma de los olas, un pelícano navegando plácidamente. Una gaviota que parecía detenerse en el centro mismo del vidrio, abriendo las garras de sus patas para precipitarse sobre su presa. Todo, hasta el latir de su corazón era exagerado y al mismo tiempo llano, seco, despejado.
Herman parecía estar descubriendo su propia mirada. Cada tanto cerraba su ojo derecho y atisbaba ese mar de antaño con el izquierdo, ese mar tan repetido, tan cotidiano. Luego dirigió la mirada al catalejo como si aquello que había contemplado sólo estuviese dentro del cilindro de bronce. Recordó una ballena que se perdió en la distancia por la banda de estribor, absolutamente fuera del alcance de su arpón y capturada sólo por sus ojos, prisionera sólo en su memoria.
En el catalejo aparecían unos perros alrededor de una mujer que se mecía en un sillón de mimbre. La mujer sostiene un libro; lee y de cuando en cuando alza la vista hacia las gaviotas alborotadas que sobrevuelan los restos de comida, arrojados por el cocinero. Herman aparta de nuevo el catalejo y lo dirige una vez más a la mujer. Ella no existe para él y él no existe para ella.
Abajo, en cubierta, ya habían alistado las gavias. La proa del Acushnet, al virar, prometía a las velas envolver nuevos vientos. El capitán Délano había reunido a buena parte de la tripulación. Varios de esos hombres provenían de la Marina de Guerra y son esos los que más odian a los oficiales, sin embargo son los primeros en obedecer. O’Brien estaba junto a Délano, a quien había liberado personalmente.
El capitán Délano no se había percatado del motín pues dormía cuando lo dejaron encerrado en su camarote. Sólo al salir pudo comprobar el nuevo rumbo del barco, fue entonces que recordó el consejo que le diera uno de sus instructores, en sus tiempos de aprendiz: “Nunca des una orden cuando no tengas la seguridad de que se ha de cumplir”. Délano hizo como si él hubiera dado la orden de poner proa a la costa y sintió cierta tranquilidad. Herman viró el catalejo hacia la línea del horizonte: una fina pincelada entre dos azules.
—¡Dios!... —volvió a susurrar, mientras contemplaba una vez más el mar que golpeaba contra el Acushnet. Y allá, en la costa, pequeñas barcazas de remolque; entrechocar de botes, gaviotas rapiñando tripas en la arena; pelícanos que sobrevolaban una pequeña embarcación donde un grupo de pescadores extendía su red. Asomaba también la calle principal de Paita. Calle despojada, seca, agrietada; por la que transitaba un hombre flaco, desarrapado, acarreándose a sí mismo como quien lleva un saco de huesos. Lejos. Ausente.
Aquella quietud no anunciaba nada, ni siquiera mal tiempo, pero Herman no había olvidado las palabras que el borracho de su tío solía repetirle: “...las cosas ocultan siempre otras cosas”, y tal vez era verdad. Esa aparente calma en el puerto, la casa color melón y el cartel donde se lee: Tobacco-English Spoken, ¿qué cosas contenían?; igual que aquella mujer en el sillón de mimbre rodeada por unos perros, leyendo, retirándose de la frente el mechón de pelo. Todo para Herman era un enigma.
El mechón de pelo se volvió a soltar de una de las trenzas. Llegaban hasta ella unos acordes de piano desde el cuarto contiguo, un piano como el que tocaba Fanny, la colorada, en la taberna allá en New Bedford, un piano como el que aporreaban sin misericordia las hermanas de Herman, durante la lectura de los Salmos. Herman reparó que la mujer se ponía de pie y conversaba con otra, una morena que hablaba agitando los brazos en alto, mientras se acomodaba el turbante colorado que sujetaba su mata de rulos. El tañir súbito de unas campanas provocó un alboroto de gaviotas. La mujer se volvió a sentar, escuchaba atenta a la morena. Cómo imaginar que, horas después, encadenado y con grilletes en los tobillos, Herman estaría en aquella galería de la casa color melón delante de la mirada de esa mujer.


Los acontecimientos se precipitaron. Herman descendió de la cofa, y se tiró en su cucheta. Despertó al amanecer cuando el Acushnet pareció a punto de encallar. Asomado por la borda vio lanchones con hombres armados de fusiles y trepar por la escala de gato a un oficial de piel oscura. Horas más tarde, Herman, John Beard, el segundo contramaestre y otros dos insurrectos, engrilletados, eran descargados como bultos sobre uno de los botes, entre tanto los demás descendían sin custodia de otra embarcación.
Uno a uno, los hombres del Acushnet se fueron abriendo paso entre los pobladores en medio de sus propios exabruptos, malolientes y fatigados. Eran veintisiete en total; entre ellos, había hombres rengos, cojos y contrahechos.
El cónsul norteamericano en Paita, mister Alexander Ruden, dirigía el operativo. Junto a él se hallaba el capitán Délano y el primer oficial O’Brien. Aquella mujer que Herman divisó con su catalejo, registraba ahora la declaración de los prisioneros; era de las pocas personas que en el puerto conocía el inglés.
Cohibidos los marineros frente a ella, unos retorcían su gorro, otros tartamudeaban, muchos respondían a sus preguntas sin atreverse a mirarla, intimidados por una dignidad aún no resuelta. Después, algo aliviados, se vieron caminando por los corredores de la casa color melón, donde una muchacha, pañuelo escarlata en la cabeza, les ofrecía mangos y naranjas. El extremo del turbante de la negra rozaba sus pechos. Los hombres traían tantas millas marinas sin probar fruta alguna. Sedientos, exprimían en su boca limas y naranjas, para defenderse de la amenaza del escorbuto. La muchacha, como una fruta exótica, lucía frente a ellos. Ella lo percibía y mantenía la distancia. Su prudencia la llevaba a escudarse detrás de la mesa que se utilizaba a diario para degollar los cerdos. Servía también para desplumar las gallinas y quitarles las tripas a toda clase de animales. Ahí se desnataba la leche y se dejaban reposar los quesos de cabra, los embutidos de chancho, se salaban los huesos y el charque, se impregnaba del sudor de las mujeres donde también amasaban el pan.
Herman intuía que aquella tabla olía a faena casera, a mesa de cocina y que en los senos oscuros de la muchacha y en el repelús de los duraznos y damascos, en los azahares del canasto de naranjas, anidaba y bullía la vida.
La muchacha del turbante escarlata seguía parapetándose detrás del mostrador. Tres hombres rengos compraron cigarros, bizcochos y bebidas y siguieron su camino, uno junto al otro, secándose la boca con el puño de la camisa y arrastrando los tres la pierna derecha como al compás de una misma música, lejana, o el espíritu de una música o de un pensamiento vago, ligero, constreñido.

Herman está frente a la mesa y la mujer se retira el mechón de pelo sobre la frente. Bebe un sorbo de agua y se inclina sobre el Libro de Actas. Escribe unas líneas y previene:
—Mister Ruden ha pedido que tome los antecedentes de ustedes cinco.
—¿Quiénes cinco?
—Los que instigaron al motín.
Detrás de Herman una voz interviene:
—Cuatro señora, pues John Beard no puede ser juzgado. Él está muy enfermo, el escorbuto lo tiene postrado. Ningún juez va a ahorcar a un hombre con la muerte ya instalada, sonriéndole en sus encías. Se amotinó para salvar su vida.
El que había hablado era O’Brien. La mujer apenas había mirado al oficial y éste apenas había mirado a la mujer. Pero Herman, el arponero del Acushnet, a punto de ser conducido a la horca, tuvo la certeza de que algo insólito le ocurriría.
O’Brien sacó su reloj del bolsillo, abrió la tapa de metal, arrancó el cristal y lo depositó sobre la mesa, inmediatamente después se alejó.
—¿Arponero? —preguntó ella. Y sin esperar respuesta, puso el cristal en la mano de Herman:— Muérdalo —le pidió.
Herman obedeció. Simulando un bostezo introdujo en la boca el vidrio y sin vacilar lo mordió. La encía comenzó a sangrar.
—¿Nombre? —interrogó la mujer.
—Herman Melville —contestó el fornido hombre de mar.
La mujer escribió Herman Melville. No se asombró cuando el muchacho le preguntó a su vez:
—¿Y el suyo?
—Manuela Sáenz.










El mundo no se percata dónde queda Paita. Han pasado ya ocho años y sólo he visto miserias, pobreza, epidemias... ¿Cómo puede una mujer estar al día en cosas de la cultura? ¿Y cómo recolectar datos? Idea mía: barco que llegue, asalto de información. Ciudadano que caiga en éste: sacarle noticias.
Escribo a mis familiares en Quito y nadie contesta. No tengo a nadie. Estoy sola y en el olvido. Desterrada en cuerpo y alma, envilecida por la desgracia de tener que depender de mis deudores que no pagan nunca.
Qué contraste, Simón: de ser reina de La Magdalena, a esta vida de privaciones. De caballereza del sol a matrona y confitera, de soldado húsar a suplicante, de Coronel del ejército colombiano a encomendera.
¡Basta! Me voy a Lima.


Mi corazón no tiene reposo. Nunca lo tendrá. Habitará un poco en Ecuador, entre Quito y Cuenca, Yunga y Catahuango o en Lima, quizá Bogotá... pero por ahora, hoy por hoy, sólo por hoy, mis pies están en Paita. Acá, en este puerto donde es posible que hasta mis huesos se diluyan entre los dedos de un pescador.
Me pregunto cuál de estas dunas es el límite exacto y preciso que divide, y al mismo tiempo une, estos dos pueblos que amo.
Me avergüenza ver cómo Melville me fisgonea todo el tiempo. De todos modos sonrío. Él también parece avergonzarse. Muchas veces sucede con las cosas del mirar y yo, que nunca he sido mujer de pudores, hace demasiado tiempo que soy una planta sin flor, sin fruto y sin aroma. Uno de esos jazmines que se desprenden de los arbustos y caen secos; una corola blanca de esas que huelen a nada. Aunque las flores, a veces, tienen los cálices cargados de miel o de rocío o de las lluvias iniciales. Nada me ha sucedido después de muerto Bolívar. Ahora, de vez en cuando, algunas noches en el patio, un murciélago me roza con la seda de sus alas, me estremezco entonces y el olor a tierra y hojas me humedece, me embriaga como un bálsamo.
Una gaviota de vuelo rasante perturba los últimos indicios de luz sobre la costa de la bahía lisa como panza de ballena. Melville se ve despreocupado, desentendido del tiempo. Es verdad, en Paita, el tiempo no existe.
—No importa —dice como si continuase un coloquio anterior—... de todos modos no me siento a gusto en ningún lugar, pero volveré a intentarlo cada vez... ¿comprende, Manuela?
Me toma del brazo y me obliga a caminar junto a él. Este mundo sin tiempo ni lugar en que Melville vive es tan igual al mío que, seguramente, ni yo misma existo. De todos modos, y como si yo le perteneciese, me impide que vuelva a quitarme el mechón de la frente. Me observa, me atraviesa en realidad con esa tierna y desolada mirada azul.
—Sigo sin entender —digo sólo por decir.
—...que esas palabras que aún no he dicho ya le pertenecen...
Tampoco entonces entiendo, o tal vez sí. Hay algo verdadero en esa mentira, en cierto modo. Esas palabras aún no pronunciadas por este arponero que dice llamarse Herman Melville, jamás van a pertenecerle a nadie. Quién sabe de qué mundos vendrá con tan deshecho fárrago de sueños. Él, que intuye mi curiosidad, dice:
—Es que no hay dolor como el que callamos...
Quién no sabe eso en realidad. Tan cierto, como el mar de cada día. Éste que nunca deja de avanzar y retroceder por la arena socavada, este mar que tantas veces me ha llevado y me ha traído de otros lugares y que un día me abandonó acá, en el umbral de esta casa color melón, mi orilla, mi patria, todo mi mundo ahora.
Calladamente, puede que a causa de mi silencio, Melville sale y cierra la puerta a su espalda. Yo también me he cansado de andar entre cosas muertas, sacudiendo el polvo de tanto vestido viejo, de sedas gastadas, de flores revueltas entre papeles y este solo ramo de violetas entre las cartas. Sí, son demasiadas las cosas muertas.
Melville ronda por la casa. Dulce María supo cómo retenerlo. Aquel día del motín, ni bien el capitán Délano aceptó retirar a Melville de entre la lista de los amotinados, Dulce María le dio a beber a Melville unas hierbas y el pobre, a poco rato, se sentía a punto de morir de calentura y desvarío. El capitán Délano había aceptado que tal vez otro, además de John Beard, hubiese contraído escorbuto, y que padecía de un intenso estado febril, además comprobó que le sangraban las encías, por lo tanto se hacía necesario darlo de baja para proteger a la tripulación del Acushnet y evitar cualquier otro intento de motín. Debía ponerse al marinero Melville y a los otros en una especie de cuarentena hasta que el desenlace de la enfermedad le permitiese volver a cumplir funciones en el Acushnet o, en su defecto, permanecer donde las circunstancias lo hiciesen necesario. Hace un tiempo de todo aquello y John Beard ha muerto.
Creo que la fiebre en Melville no ha sido tan falsa después de todo. A veces pasa; uno cree que puede provocar las cosas y finalmente son esas mismas cosas las que nos provocan. Este joven que dice llamarse Herman Melville tiene apenas veinte años y, a pesar de su desamparo, parece lo suficientemente fuerte como para superar la inminencia del escorbuto o de cualquier otra enfermedad. Pese a que, un poco amodorrado después de tantos meses en alta mar, su organismo tanto no pudo defenderse de los embates del té de yuyos de Dulce María. Creo que su fiebre no ha sido nada premeditada después de todo. Veinte años... Herman tiene veinte años. Yo muchos más. Le digo que sólo a los veinte la fiebre sube tan fácil a causa de un simple té de yuyos pero no me escucha e insiste en saber.
—Quiero saber de usted, ojos-risueños... —dice, y pone su mano sobre mi regazo sin pedir nada más.
—No hay mucho que contar, ahora... —digo quitando suavemente su mano de mi regazo y evitando la insistencia de sus ojos.
Se ha desencadenado un poco de viento. Cierro la ventana y al hacerlo Melville sigue mis pasos por el cuarto, sabe de mi cobardía. Sobre todo, seguramente ha notado que hace mucho tiempo que nadie me toca desde el deseo. Él no sabe tanto de Bolívar, tal vez ni siquiera sepa quién fue Simón Bolívar para Manuela Sáenz; tampoco quién he sido yo para El Libertador, pero ha visto de mí lo suficiente como para notar que, al menos por ahora, rechazo un poco esto de volver a sentir la pasión de un hombre o un poquito de deseo a causa de esa pasión.
A pesar de que la fiebre ha resistido apenas unas horas, se ve aún más delgado. Dulce María lo ha vestido como una madre a su niño. Muy de Dulce María por cierto esa costumbre. Hasta le preparó junto a la ventana una mesa donde él habrá de disponer sus notas y papeles, más algunos de mis libros y una lámpara junto a la botella de brandy y la copa. Sé que yo también voy a consentirlo porque es de un clarísimo genio y eso, pocas veces se da.
Sonríe. Le digo que yo también escribo y vuelve a sonreír.
—¿De qué se ríe? —pregunto.
—Lo mío son historias pero de otra gente. ¿A quién habría de interesarle mi paso por la vida... o lo que yo siento de mi paso por la vida?
—A mí.
—Yo pregunté primero —respondió sonriendo.
—¿Qué quiere saber?
—De la Libertadora.
—¿Quién le dijo?
—Dulce María.
—¡Esa vieja zorra!...
—¿Le hace daño? —pregunta Melville.
—Es que cada vez que alguien pregunta no puedo evitar recordar.
—Es muy lógico...
—No sé.
—Cuénteme de Bolívar.
Sé que ningún silencio mío impedirá que Melville insista... hoy, mañana, de noche o de tarde, tendré que quebrar este miedo a recordar. Este voto de silencio impuesto desde que salí de aquella hostil Bogotá.
—¿Bolívar?... cómo contarle en pocas palabras.
—No tienen que ser pocas... Por favor, hábleme de Bolívar.
—¿Usted sabe algo de utopías? —pregunto sin saber muy bien hacia dónde voy, y como si él sí supiera, sencillamente responde:
—Es... como ir hacia el norte. El norte es algo más que un punto cardinal, el norte es subir, buscar... Ir a la búsqueda. Ir siempre tras la búsqueda. Así cada instante y cada día de la vida.
—Eso mismo decía Bolívar, que América es una utopía, que siempre lo será. Cientos de pensadores, de hombres, de mujeres empeñados en liberar al negro y al indio en su propia cuna. Nadie ha perdido aún la fe; quizá no dejar que el hombre pequeño pierda la fe sea el único mérito de los grandes hombres, ¿no?
—Y de las grandes mujeres...
—¿Grandes mujeres?
—Usted, por ejemplo...
—Las mujeres somos sólo mujeres.
—La más bella utopía.
—¿Le parece?
—¿A usted no?
—En todo caso no me parece lo más importante hablando de Bolívar...
Melville se ríe con ganas y no entiendo por qué. El hoy y el aquí es el único espacio, la única pertenencia, la única utopía.
—¿Usted cree que el hombre va a estar siempre fuera de su sitio? —pregunto.
Vuelve a reír pero esta vez sin tantas ganas. Toma la caja de los cigarros y los contempla. Los cambia de lugar una y otra vez como si exigiese una armonía.
—Creo que, cada tanto, es necesario alejarse un poco de las cosas —dice y continúa jugando.
El primer habano al lugar del último, el último al del medio, el cuarto al del primero, el segundo al del penúltimo y gira, una vez más todos y cada uno en su lugar. Me da a elegir y elijo.
—Eso no contesta mi pregunta —digo y le doy uno cualquiera, yo misma los he armado y son idénticos. Muerde la cabeza del habano, lo enciende y lo gira en un rito del cual parece haberme dejado fuera. Lo acerca a la lámpara todavía un poco más. Espera. Sus ojos azules se han entibiado con la espera. Finalmente lo lleva a su boca, chupa y exhala en una especie de vertiginosa complicidad con su silencio. Alza la mirada. Sí, sus ojos se han puesto tibios, serenos. Me ofrece el cigarro. Me gusta que lo haga. Me gusta esta humedad que ha dejado su boca en la hoja. Me gusta el aroma del tabaco en su boca. Me gusta su boca entreabierta y su duda. Todo él huele a tabaco. Me gusta el humo que nos acerca, que nos retiene, que nos aleja y nunca nos abandona del todo. Me gusta.
—¿Sabe?... Bolívar no fumaba y no dejaba que nadie lo hiciera cerca de él.
—Salvo usted, claro.
—Salvo yo. ¿Y usted cómo sabe?
—No lo creo capaz de privarla de este placer ni de ningún otro.
—Es verdad. Pero tampoco era capaz de privarse él mismo de ningún placer y eso a la larga era como privarme a mí de muchos.
—¿Otras mujeres?
—Todas, todas las ofrecidas.
—Todas no son demasiadas para un solo hombre —dice riendo.
—Eso mismo le decía yo.
—¿Y él que le contestaba?
—Reía, simplemente reía como si yo fuese una niña y hubiese dicho algo gracioso.
Siempre que no sabía qué decir sólo reía. Aunque una vez me contó. Dijo que simplemente se había tendido en la arena junto a una niña que tenía los ojos transparentes y que no se tocaron ni siquiera con un beso.
—¿Entonces? —pregunta risueño y ya con los ojos un poco encendidos.
—Me molesté mucho, porque sé que esa vez ardió de deseos más que nunca por una mujer, porque de ese modo ella había cubierto de frutas maduras todo su cuerpo y él seguramente habría atizado entonces su fuego más oculto.
Melville sonríe. Concede. Cuando calla sé que concede. Ha clavado su mirada en mis ojos como si con eso fuese suficiente. Lo es.
—Los celos, los celos... —dice simplemente— ¿y qué hizo con el enojo?
—Poca cosa.
Muy poca cosa en realidad. Me recuerdo por la casa con un desenfreno imposible de soportar, por momentos triste, por momentos endiablada. No sé quién empezó aquel ritual, sólo sé que en medio de mis cavilaciones me di vuelta y las vi rodeando un fuego recién encendido en el que quemaban unas ramas de laurel.
Nathán y Jonathás ponían a hervir en una marmita licores y yuyos. Luego se tomaron de las manos y sólo entonces me ofrecieron participar. Las tres rodeamos el fuego. Las caras iluminadas, los ojos encendidos, viendo cómo el laurel chisporroteaba sin dejar cenizas. Me indujeron a condenar al infiel diciendo: “Que así se incendie su carne”.
Luego, sirvieron de aquel líquido en un cáliz, ofreciéndome tres libaciones. Bebí y como si no fuese yo la que hablaba, ni mía la voz que fluyó de mi garganta, de tanto necesitar quitármelo de adentro, imploré en voz alta: “Por qué te me habrás pegado a la carne de esta forma”.
Fue entonces que de la boca me brotó un vómito de quejas y confesiones, de conjuros, de sortilegios. Poseída por mi propio deseo; por aquel fuego interno que encendía a diario para quemar a Bolívar, pero en el que yo misma me iba consumiendo. Dicen que me desmayé. No sé. No lo creo, veía mi propia cara en las caras de Nathán y Jonathás. Sus caras eran dos trozos de un espejo roto que reflejaba mi desfallecer, mi sonrisa endemoniada y esta mala costumbre de replegarme como un insecto en su capullo. Así me vi entonces, convertida en una crisálida abarquillada, en una envoltura de hojas grises. Dejaron de mirarme.
Nathán desató el turbante colorado de su cabeza y envolvió con él su cuerpo, iniciando una danza.
Jonathás arrojó al fuego una camisa de Bolívar y un puñado de sal, unas ramitas de toronjil, una naranja. Dibujó unos círculos sobre la llama y comenzó a hablar en voz muy baja obligándome de ese modo a acercarme mucho a ella y a la hoguera. Me vi entonces salir de mi envoltura, dejándola caer al fuego. Jonathás murmuraba: “...tú, Bolívar, que eres un dios con pezuñas de macho cabrío a cuyo paso tiemblan los jardines, tú, Bolívar, cuyo hálito sacude los follajes y deliras a todas las hembras, tú, hombre, nunca vas a poder liberarte de esa condena con la que fuiste investido en el mismito vientre de tu madre... tú, Bolívar, que ahora te has pegado a la carne de mi señora Manuela, vas a morir como una sanguijuela revolcándote en tu sal...”.
Luego Nathán detuvo el baile y ordenó a Jonathás que fuese a esparcir unas yerbas en los umbrales de Bolívar y que escupiera sobre ellas diciendo: “machacaré tus huesos, señor Libertador...”.
Viendo retorcerse la camisa de Bolívar en el fuego, el estómago me dio un vuelco. Se me desencadenó un largo llanto que lloré como si no fuese un llanto mío. Pude ver entonces que una vez más mi amor por Bolívar había recibido la única cura posible: el bautizo de mis propias lágrimas. Nathán y Jonathás dieron por terminada la ceremonia. Sabían que Manuela Sáenz se calma así, sólo así, del mismo modo que se aquieta el viento bajo la influencia de la luna. Y eso fue todo. Me acuclillé junto a las dos y en voz muy baja les advertí que las penas de amor sólo se curan con la presencia y que nada hacen el fuego ni los conjuros. Eso fue todo.
—¿Y ellas?
—Ellas pusieron sobre mi regazo la gata que maullaba como una sombra de tres colores, al pie de la escalera...
Melville, inquieto, se pone de pie y se acerca a la mesa, revuelve los papeles, los vuelve a ordenar, abre su cuaderno de notas. Sugiere que me vaya, abre la primera página después de tantas escritas por él en este último tiempo. Toma la pluma, confirma la tinta del frasco. La gata pega un salto hasta el descansillo de la escalera y maúlla otra vez. Sabe que ahora iré a cobijarme entre las sábanas frías. Así se me pasan los días. A veces cuento yo y él habla, a veces hablo yo.
Melville escribe hasta entrada la mañana. Duerme poco. Sale apenas raya el alba. Camina, parte leña. Después desayunamos mirando el mar. Es él quien mira el mar. Yo le doy la espalda. Hace días que Melville anda inquieto. Tiende a pasar interminables horas encerrado, frente a su cuaderno de notas. No come jamás hasta las cuatro o cinco de la tarde. Al atardecer emprende una lenta caminata hasta llegar a los cerros sin separarse de su catalejo.
Yo no. Yo estoy atada a una eterna melancolía, y nunca subo a los cerros. Sé que en ningún sitio podré encontrar lo que es mío. Melville y yo hemos encontrado nuestro quehacer en Paita. Él escribe en su cuarto y yo en el mío, buscando entre los papeles la hoja en blanco, sin mácula, pero nunca vacía.


Escribir me ayuda a soltar mi mala sangre y, al mismo tiempo, me digo a mí misma que soy adicta al sufrir. Si Bolívar hubiera escuchado a ésta, su amiga, que sí lo fue. Otra cosa hubiera sido. No hubiera quedado mico con cola. Me resisto a ser vengativa pero... ¿cómo perdonar?
Cómo perdonar, por ejemplo, a ese Santander que, siendo vicepresidente de la República allá por el 1825, aconsejaba a Simón que fuese yo degradada, porque él, como tantos otros, consideraba que el ejército de Colombia se veía perturbado a causa de mi presencia. Y él, mi buen Simón Bolívar, mi amado Simón, mi Señor, respondió:
“¿Que la degrade? ¿Me cree usted tonto? Un ejército se hace con héroes, en este caso con heroínas, ¿qué quiere usted que yo haga, Santander?... Sucre me lo pide por oficio; el batallón de húsares la proclama; la oficialidad se reunió para proponerla y yo, empalagado por el triunfo y su audacia, le doy ascenso sólo con el propósito de hacer justicia. Yo le pregunto a usted, Santander: ¿Se cree más justo que yo? Ya conoce a Manuela, sabe de su comportamiento cuando algo no le encaja. Usted tiene razón en que yo sea tolerante de las mujeres a la retaguardia, esto es una tranquilidad para la tropa, Santander. Un precio justo al conquistador, el que su botín marche con él”.


Pero Manuela Sáenz no es un botín de guerra. Bolívar lo supo mejor que nadie. Ahora, soy yo la que mejor lo sabe. Por eso escribo. Escribo y escribo y me pregunto cuántos años deberé pasar en este sitio. Quiero volver a Quito... tal vez a Lima. Quiero irme. Basta.
Melville ha pasado un largo tiempo conmigo, ¿o uno corto quizá? Se irá. Nada importa. De Bolívar tuve siempre la certeza del regreso y cuando no volvió nunca más, fue por un motivo tan ajeno a su voluntad que es como si nunca se hubiese ido. Es que los muertos no abandonan, sólo se van. Interrumpen esa costumbre de dejarse tocar y toquetear, ver y fisgonear, oler y escudriñar; abdican de las caricias hasta mejor ocasión, saben que el devenir es eterno, inagotable. No, los muertos no abandonan. Sólo abandonan los vivos. Y, cuando el próximo buque se detenga en este lugar donde confluyen el puerto de Paita y la línea del horizonte, Melville tomará el catalejo y la cofa y ese deseo incesante de desflorar los caminos, sometido a la acción una vez más de quién sabe qué corrientes, anunciará su inminente reembarco rumbo al sur, al Cabo de Hornos o a las islas Galápagos o de nuevo a New Bedford, qué importa dónde. Sólo importa que por estos días vive sometido a la espera, y la espera, ya se sabe, puede durar un parpadeo o ser eterna.
Las Gacetas que me llegan son números atrasados y yo quiero vivir el presente con noticias frescas. No vale un cuartillo leer, no hay con quién comentar. Medito nuevas que tengan que ver con el provecho de mi patria, Ecuador. Escribo cartas y cartas, nadie apura mis asuntos en Quito, sólo por la providencia vivo. Al menos tengo todavía amigos. Jonathás vino del muelle. Vio al general Santa Cruz con recados para mí de que al señor general Flores lo reeligieron por ocho años más. Las noticias que recibo de Quito ya son esperanzadoras. El señor Presidente General don Juan José Flores, que es mi amigo, me pone al tanto de mi tierra.
Será mejor volver a Quito, entonces. Sí, Quito o Catahuango, por qué no a Cuenca.
Hace varias horas ya que un barco se acerca al puerto de Paita. Una bella nave sombría. La veo a la distancia. Ya casi ha arriado sus velas. Casi puedo escuchar el insondable golpe del ancla abriéndose paso en las aguas. Sí, una bella nave, fría, distante como esas mujeres de raíces sólidas que despliegan en torno a su hombre largos tentáculos cubiertos de flores y encajes, igual a una sirena, una Loreley, una diosa del mar.
“La travesía es el único láudano para mí...”, dice Melville. “Sólo cuando me voy siento la inmensa alegría del retorno.”
Pero no volverá jamás. Lo sé. Nadie vuelve. Desde que habló de irse, los días se me han vuelto cortos una vez más, y los amaneceres se suceden sin tregua. Temo que para no apenarme, Melville parta sin aviso previo y de noche. Duermo o dormito apenas en el sillón, junto a la ventana. Me despierto cada tanto. Me asomo y busco, entre las lobregueces de la noche y la duermevela. A veces, me parece oír los remos rozando los toletes de la falúa que va a trasladar a Melville al buque fondeado. Me asomo, no se ve nada. Los búhos ululan en la mansarda y la gata, de tres colores, reposa a los pies de mi cama. Siempre cerca de mí.
Melville dedica el tiempo a su cuaderno de notas con mayor dedicación por estos días, traza a vuelapluma bocetos del puerto de Paita, de las calles despojadas con la casa color melón y el cartel donde se lee: Tobacco-English Spoken-Manuela Sáenz. Todo lo hace mientras lo observo. También dibuja mis silencios.
Me he pegado a él como un clavel del aire a la rama. No parece nada inquieto con la marcha. Cuando intento decir algo, me pone un dedo sobre la boca y su risa irrumpe en este mundo nuestro cargado de tanta palabra nunca dicha. No, él no parece apenado. Ha puesto rosas en un florero y unas palabras en un papel:
“Para usted todo, ojos-risueños”, dice la nota y yo me pregunto mil veces: ¿todo qué, cuánto es todo, todo hasta cuándo...?

último capítulo de La Gloria eres tú...

Hoy, a julio 25 de 1840, vino a visitarme el señor José Garibaldi, muy puesto este señor aunque un poco enfermo. Lo atendí en mi modesta casa, dato que no reparó; estuvimos conversando sobre su vida y sus oficios y recordando sus aventuras del mundo conocidas, y se reía el muy señor cuando le pregunté por la escritora Elphis Melena, la alemana, sobre su fama de “Condottiero”, y de sus dos esposas. Me dijo que yo era persona favorecida en él en su amistad y que lo era también la memoria del genio libertador de América: general Simón Bolívar.
De nariz recta este señor, patillas salvajes y colgándole con el pelo hasta el cuello y bigote grueso como de cosaco, de bonete de paño negro bordado en flores, y cejas espesas al cubrir casi los ojos.
Jonathás y yo no tuvimos reparo en desvestir a este señor y aplicarle ungüento en la espalda para sacarle un dolor muy fuerte que lo aquejaba por el hombro...
Cuando Dulce María entró y lo vio en la tina de baño, acorde a su costumbre de los últimos tiempos, comenzó a refunfuñar en voz baja. Se embadurnó las manos con ese potingue de yuyos y aceites, que había estado mezclando en la cocina y en un tazón durante media hora de regaños y quejas, y extendió la medicina sobre la espalda del hombre. Garibaldi cerró los ojos y su semblante se fue distendiendo a medida que las manos calientes de Dulce María aliviaban su dolor; sólo volvió a abrir los ojos cuando ella retiró las manos de sus hombros.
La gata de tres colores pegó un salto a mi falda y comencé a leer en voz alta:


“¿Te extraña que piense en ti al borde del sepulcro? Ha llegado la última aurora: tengo al frente el mar Caribe, azul y plata, agitado como mi alma, por grandes tempestades; a mi espalda se alza el macizo gigantesco de la sierra con sus viejos picos coronados de nieve impoluta como nuestros ensueños de 1805; por sobre mí, el cielo más bello de América, la más hermosa sinfonía de colores, el más grandioso derroche de luz...
”Esta carta llena de signos vacilantes la escribe la misma mano que estrechó la tuya en las horas del amor, de la esperanza, de la fe; ésta es la letra escritora de Trujillo y del mensaje al Consejo de Angostura. No la reconoces, ¿verdad? Yo tampoco la reconocería si la muerte no me señalara con su dedo despiadado la realidad de este supremo instante. Si yo hubiera muerto sobre un campo de batalla, dando frente al enemigo, te daría mi gloria, la gloria que entreví a tu lado, a los campos de un sol de primavera.
”Muero despreciable, proscrito, detestado por los mismos que gozaron mis favores; víctima de intenso dolor, presa de infinitas amarguras. Te dejo mis recuerdos, mis tristezas y las lágrimas que no llegaron a verter mis ojos. ¿No es digna de tu grandeza tal ofrenda? Estuviste en mi alma en el peligro; conmigo presidiste los consejos de gobierno, tuyos fueron mis triunfos y tuyos mis reveses, tuyos son también mi último pensamiento y mi pena última. En las noches galantes del Magdalena vi desfilar mil veces las góndolas de Byron por los canales de Venecia, en ella iban grandes bellezas y grandes hermosuras, pero no ibas tú; ¡porque tú has flotado en mi alma mostrada por níveas castidades!
”A la hora de los grandes desengaños, a la hora de las íntimas congojas, apareces ante mis ojos moribundos con los hechizos de la juventud y de la fortuna; me miras, y en tus pupilas arde el fuego de los volcanes; me hablas, y en tu voz oigo las dianas inmortales de Junín. Tú estás conmigo en los postreros latidos de la vida, en las últimas fulguraciones de la conciencia. ¡Adiós, Fanny! Tuyo, Bolívar.”


—¿Dice que es su prima? —preguntó, y agregó sin esperar respuesta—: Creo que Bolívar sólo quiso aliviar algunas de sus cargas antes de morir.
—No lo creo —respondió Manuela.
—¿Entonces?
—Venganza.
—¿Venganza?
—Son tantos los llamados a los que no respondí... después de todo eran sus últimos días.
—¿Se arrepiente? —preguntó risueño.
Le entregué unas cartas y le pedí que ahora leyera él.
—¿Todo o sólo los párrafos señalados? —respondió, pero dejé que él mismo decidiera y leyó:


“...tu conducta y la mía que estrechan nuestra relación son el cúmulo de la sensualidad que corre por tus venas y las mías. Dándole a esta pasión enfermiza el desenfreno de mis sentidos irritados, por el mal que ha invadido mi pobre humanidad... No te hagas esperar, ven por favor, te ruego pues muero ahora y sé que tú me piensas vivo. Soy tuyo”... “Tú me reprochas el haberte dejado. ¿Acaso no fue siempre lo mismo? Temprano el día y el calor de tu cuerpo era el mismo vacío de esa estancia... Ahora viejo y sin fuerzas, sólo tú eres la inspiración de lo que en mí agoniza. Un hombre como yo metido en esta rutina que martiriza mi alma. Siento la necesidad de tu compañía. A los demás no los tolero... Ven te ruego, calma mi angustia y lo senil de mis antojos. Tuyo siempre”... “Tú, Manuela mía, más de tu férrea voluntad y te resistes a verme. Tu influencia sobre mi espíritu ya no está más conmigo... no encuentro consuelo. Donde te halles, allí mi alma hallará el alivio de tu presencia aunque lejana... En mí sólo hay los despojos de un hombre que sólo se reanimará, si tú vienes. Ven para estar juntos. No te hagas esperar, ven por favor, te ruego pues muero y ahora sé que tú me piensas vivo. Ven te ruego. Bolívar.”


Garibaldi calló. Dobló las cartas.
—También a poco más de dos meses de morir...
—¿Qué piensa, general?
—Para qué pensar ahora...
—Sí. Está todo dicho ya.
—Nunca está todo dicho. Pero ahora sólo le queda perdonar.
—¿Perdonar? No pensaba en perdonar sino en ser perdonada, general, creo que no nos estamos entendiendo.
—Puede ser. ¿Y cómo obtuvo esa carta de Bolívar a Fanny?
—Ésa es una larga historia...
—La escucho, Señora mía... —me dijo apoltronándose aún más y reposando de nuevo la cabeza en el borde de la tina.
La gata pegó un salto desde mi regazo hacia la puerta, tropezó con los botines de Garibali y unos frascos. Maulló como prevenida o previniéndome de alguna cosa y se escurrió hacia la sala por la puerta entreabierta. Él sonrió por el batifondo que provocó la gata y sin abrir los ojos repitió:
—La escucho, Manuela —repitió, pero ante mi silencio no insistió y Dulce María no tardó en entrar con un gran jarro de agua llovida y sin prevenirle dejó caer el agua fría en el pelo enjabonado del general que, estremeciéndose, lanzó una carcajada.
Sin duda y muy a pesar de Dulce María, sus atenciones habían reconfortado la precaria salud con que Garibaldi llegó a Paita. Reconfortado, se puso de pie y Jonathás lo envolvió en una vieja bata del Libertador. Garibaldi agradeció a la negra dándole unas nalgadas y Jonathás me sonrió. Las dos sabíamos que sus nalgas habían sido y serían siempre punto y blanco de las manos de los hombres que pasaban por la casa; algo así como un rito adicional de nuestra hospitalidad.
En agradecimiento me ha dejado de su puño y letra un verso muy apropiado y bonito que pego aquí para no perderlo: Mia Carissima Manuela / “Donna pietosa e di novella etate, / adorna assai di gentilezze umane, / ch’era lá ‘v’ io chiamava spesso Morte, / veggendo li occhi miel pien dipietate, / e ascoltando le parole vane / si mosse con paura a pianger forte, / E altre donne, che si fuoro accorte / Di me per quella che meco piangia, / fecer lei partir via, / e appressarsi per farmi sentire. / Qual dicca: Non dormire” / Vita nuova, Dante Alighieri, / Giussepe Garibaldi — Paita porto 25/40.
Se despidió de mí, conmovido como de no vernos más. Jonathás está de mal humor porque Garibaldi tampoco levantó mi ánimo. Ahora también siento tristeza de la ausencia de este señor.
Don Simón Rodríguez llegó cuando Garibaldi había partido. Mientras leía lloré fuerte como anunciaba Garibaldi en el poema y muy especialmente cuando me repetía: “¡No soñéis de esa manera!”.
No, si ya no sueño... le hubiera dicho de haber comprendido sus palabras cuando recitó. No lo hice.
Don Simón, que tampoco sueña, ya se ha retirado pensativo. Estos días lo he visto más cansado que nunca, disperso entre sus recuerdos, impenetrable. Se va alejando de a poco. Es inevitable. Todos estamos cansados por estos días. Se extiende sobre el caserío un desasosiego cada vez más notable. El tedio se confunde con algo que no se huele ni se ve. Nos miramos sin entender. La gente anda disparatada con el asunto limítrofe; ojalá se pueda sacar a estos imbéciles de mi Ecuador.
Pero no es esto. Quizá nos seguimos mirando porque ya entendimos. Algo, que ya no son ausencias ni lejanías, subyace desde hace semanas. “La travesía es el único láudano para mí”, dijo Melville antes de partir, “sólo cuando me voy siento la inmensa alegría del retorno”. Tampoco morí entonces. No volvió. Nadie vuelve, nunca nadie volvió y los amaneceres aún se suceden. Escribo estas líneas para saberme viva, viva por dentro. Después de todo a mi edad, pienso en algunos amigos que darían todo por tenerme en su casa y por disfrutar de mis recuerdos y de los chismes de Jonathás. Han pasado tres semanas desde la última vez que escribí.
Ahora, duermo o dormito apenas en este sillón, junto a la ventana. Me despierto cada tanto. Me asomo y busco, entre las lobregueces de la noche como en antiguas vigías busqué en las lobregueces de otras noches. Me parece volver a oír los remos rozando los toletes de la falúa y pienso que esta vez vienen en mi búsqueda para llevarme hasta ese buque sin bandera fondeado desde hace días. Me asomo pero son siempre los búhos que ululan en la mansarda. El ronroneo de la gata, reposando sobre la manta que cubre mis piernas sin frío, me devuelve a la tibieza de la duermevela.


¿Qué es esto ahora?... ¿otra manera de vivir? “...el cuerpo se te desmembrará en diosa marina y diosa madre al mismo tiempo...”, auguró una vez Dulce María, “...y en ese hito, producto de la desarticulación del cuerpo, se darán cita los espacios divinos, árboles cósmicos donde se alojan las fuerzas frías y las calientes que eternamente se han debatido en ti; la fuerza fría y húmeda de la mujer opuesta a la fuerza activa y caliente del hombre”.
Nadie entiende seguramente. Nunca nadie quiso entender a Dulce María en estas cuestiones del devenir del tiempo y el despojo; legendario tránsito del cuerpo cotidiano al cuerpo celeste. Ahora y acá somos todos iguales; esencialmente en esta inocencia de las caras. Nadie ve nada. Nadie quiere ver a los otros, tampoco a sí mismo.
Ciegos sin remedio, en estas caras se aloja todo lo que me ha unido a mi tiempo. No obstante, he sido feliz de vivir estos años, y tantos otros, siendo testigo de sucesos únicos.
¿Qué es esto ahora...? Parece el mar. Debe ser el mar. El mar que llega y se detiene a un paso nomás, quisiera verlo. Se aproxima. Puede que me haya rozado ya. Nunca recordaré este día, tampoco podré desdeñarlo ni pasarlo al olvido. Alguien dirá de mí palabras sin duda inolvidables, no recordadas apenas al instante de ser dichas. Las olas traen caricias y embates que nunca evocaré. El mar da rodeos. Ni pienso recordar... a no ser este destello que aún no llega o este amor de piedrecillas y adioses, la ondulación de las algas, unos pocos corales o este suspiro de burbujas y el graznido de las gaviotas que arroja un eco contra las chapas herrumbradas del puerto de Paita. Nunca despertaré de este sueño, tampoco despertará la impaciencia de mi sangre bajo la luna, ni yaceré al sol, ni seré besada en los labios. Mi boca eleva una oración de gracia por la hoguera y un haz de luz me arrasa los ojos. Sí. Un haz infinito de luz infinita penetra también los ojos de los que me rodean, infinitamente abismados en este cielo tan azul. Ha sido un largo día. La noche será larga.
Las margaritas que Dulce María derrama encima de mí son un chispazo de tintes ocres y dorados; simples flores arrancadas del jardín vecino, muy de Dulce María el método, por cierto. Mientras deja caer las margaritas dice algo que muchas veces ha dicho, y es que nunca estoy desnuda sino que soy desnuda. Muy de Dulce María esa manera de decir, por cierto. Las margaritas no huelen. Nunca huelen las margaritas. El perfume es inútil para ellas, tampoco saben que son desnudas. Dulce María sostiene que cada tanto, hay que poner un mar de por medio entre una y los otros.
Cada tanto es necesario abandonar la cruz, el madero seco... resquebrajado. El capullo. Cada tanto es imprescindible despojarse de este cuerpo prieto como un almohadón de estopa. Deshabitarlo. Deshabitarse. De modo que, cuando la muerte llegue, encuentre una envoltura rota, vacía; cáscara de cigarra prendida al tronco de un capulí.
Cada tanto es esencial ser uno distinto siendo al mismo tiempo todos. Cada tanto, quizá, son útiles la enfermedad, la meditación, las plantas sagradas. Todo es válido para despojarse del encierro de este cuerpo fortaleza, armadura y blanco móvil al mismo tiempo. Cada tanto es conveniente aniquilar este linde del cuerpo entre la salud y la enfermedad, perder fronteras, desatender los bordes, desdeñar los extremos, ser la continuidad de todas las cosas. Entregarse a la aterradora certeza de la eterna vida: la muerte. Cada tanto es preciso desmoronar la ciudadela de los sentidos, acceder a la poesía del mundo, ser poema.
Definitivamente mi cuerpo se calcina entre estos otros a los que las llamas liberan de los demonios de la peste. Cuerpos desmembrados ya no por la enfermedad sino por la benevolencia de este dios del fuego. Un día, una noche, hoy quizá, ahora, la muerte me habrá repatriado definitivamente apropiándose de mi cáscara. A cambio me ofrenda este sueño eterno de volver a montar un caballo azafranado de crines blancas. El mar me roza y el sol, este sol que en su constante huir del cautiverio de los cerros acaba sumergiéndose en el mar. Siempre el mar.
Tampoco la marea del fuego perdona. Las margaritas se han vuelto un barullito de pétalos iguales a mariposas a las que les hubiesen arrancado las alas, se retuercen como gusanos. El color melón de la casa es ahora de un tinte verdinegro, también las tablas del suelo, de la baranda, de las columnas donde se trepan las buganvillas anaranjadas y las bermellón y las fucsia y hasta las blancas. No obstante, el fuego es apacible: rémora del viento, soplo manso que, depuesta la arrogancia de medir ese lapso transcurrido entre herir y ser herido, se enciende más y más. Crepita. Cuando se quiebren los cristales será el anuncio que de los males no quedan ni las señas, suele decir Dulce María. Quizá se han quebrado. El descomunal silencio de la peste impide oír los cristales que se rompen, la hoguera concluye con el vigor de las ventanas, de los ventanucos, de los postigones. La casa arde, se ha quemado. Alguien retirará, tal vez lo hizo ya, mis pocas pertenencias: el baúl con las cartas de Simón, mis escritos, el mantón negro de flores rojas... ojalá no hayan olvidado el brazalete de filigrana regalo del Libertador en recuerdo de nuestro primer encuentro en Quito ni el cuadro de marco colorado, negro y oro, donde llevo puesto el vestido verde y las perlas y ese yuyo que Dulce María puso entre mis manos para que el pincel del maestro Salas no me robara el alma. Trastos seguramente amontonados en el patio de atrás junto a la mesa de faena y al cerdo.
Ese cerdo muerto hace ya unos días. Inútilmente muerto porque ya no servirá de alimento a nadie en la casa. Ahora cuelga de la cuerda que le atraviesa el morro y sobre el corte donde la sangre se le volvió costra, merodea un moscón azul, esculcando la piel rosada y el lomo, el vientre, el pecho sin dar con la sangre ni el estremecimiento del animal que ya no suplica ni padece el temblor de la agonía. El moscardón dispersa el vuelo, parece que se aleja pero declina, se aferra a la costa yerma y esta necedad del montoncito de huesos y caracolas que ruedan mi eternidad.
Finalmente se aleja, a causa del colibrí que se aproxima a libar de una margarita, aún sobre la arena. Cuando parece que lo consigue, y en efecto logra libar de esta única margarita desdeñada por el fuego, apaciblemente, la marea le arrebata la flor. El colibrí duda pero emprende el vuelo. Una vez más, y mil, el tente en el aire y yo emprendemos el vuelo. Me olvidarán. Me olvidan siempre. Me han olvidado tanto... He nacido y he muerto bajo la línea del Ecuador y aquí seguiré batallando, por siglos y milenios, las infinitas escaramuzas.
Acepto haber amado con uno de esos amores propensos a ser arrojados al hoyo de la peste... acepto ahora esta buenaventura de amar la eternidad sin pudor, sin recelos, sin juicio, sin razón... acepto amar una y mil veces más, y luchar sólo contra el viento. O no luchar.




Van aquí unos versos de Jorge Enrique Adoum, gran y querido poeta ecuatoriano, dedicados a Manuela Sáenz...


Duermes dorada y desguarnecida, sitio
de mi próxima batalla... Igual duerme
el continente: el amor en reposo, lomo
animal en la espuma.
Tú bocarriba —nave que arremete
su proa contra el vientre injusto—
me confías tu tajamar de pelo, y no hago la paz:
yo sé que ambos, continente y muchacha, no están
en retirada: acumulan revueltas bajo el sueño,
sedes sin prisa por saciarse, sangres maniatadas,
y estallarán pidiendo más combate al desayuno.

Bicentenario y mucho más atrás...

“Que el almirante castigue mucho a quien los trate mal…”
Isabel, La Católica,
A punto de partir por segunda vez hacia estos lados, el más mediático de los avizores, o conquistadores del Nuevo Mundo, Cristóbal Colón, se demoró unos momentos para leer un mensaje de Su Majestad, la Reina Isabel. Don Cristóbal se quitó la gorra y se desplomó en su sillón favorito: “Para que los indios amen nuestra religión, se les trate muy bien y amorosamente, -ordenaba la Reina- ¡Que el Almirante castigue mucho a quien los trate mal!”.
Colón arrolló la proclama y la guardó bajo llave en un cofre dentro del mueble de patas altas junto a la ventana. Solo pareció considerar esas palabras de Su Majestad mientras volvía a hacer el moño de la cinta con que la Reina cerró el mensaje. Murmurando alguna cosa volvió a ponerse el gorro, tomó el maletín con sus artículos personales, se despidió de los suyos y, dando un portazo, salió presto a hacerse a la mar, la América en realidad.
Claro que para los hombres de mar que como él llegaban a estas costas esas consideraciones eran apenas un gesto de ternura o piedad de la Reina, hacia los originarios, sensiblería propia del género. Y aunque no se hablaba todavía de las cuestiones de género, seguramente algo sabía porque, testaruda como toda mujer, Isabel volvió sobre el tema y echó al ruedo su Real Cédula, un 20 de junio de 1500:
“Que los indios sean libres y no sujetos a la servidumbre”
Una vez más, no fue escuchada. Por lo menos no en el verdadero espíritu de la cosa. Palabra más palabra menos, había dado la orden de devolver a su lugar de origen a todos los nacidos y criados en esas tierras tan al final del mundo. Entonces, todos sus hombres de mar, igual que Colón, decidieron darle el gusto por lo menos un poquito. Regresaron a los nacidos en ‘las Indias’ a su entorno natural y los pusieron al servicio de los conquistadores que en viajes anteriores se habían apropiado, o instalado, en estas tierras de Dios.
Y si las tierras eran del Dios de los conquistadores, entonces les pertenecía por derecho divino: la tierra y todas las especies que en ella brotaban, nacían, crecían y se desarrollaban. Todo lo que hubiera y pudiese capturarse en sus vastas extensiones, montañas, ríos, lagos y mares: ballenas y tigres, papas y cacao, tiburones y merluzas, hombres y mujeres, por ende: niños, niñas y cualquier otro tipo de mascotas.
La pobre mujer, reina al fin, o viceversa, mucho más no pudo hacer. Poco antes de morir expresó por escrito su última voluntad y los anhelos que venía manifestando desde tan atrás, con la codificación indiana, bajo el título: Del buen tratamiento de los indios.
Por cierto que, con el último suspiro, alcanzó a intuir que habría de pasar a la historia por su buena voluntad y animación. Pero la Soberana, supo poco del desprecio y la maldad de esos hombres, súbditos de Su Majestad afincados en las Indias, para con los nativos. Sin embargo, tampoco y mucho menos pudo siquiera conjeturar la lucha encarnizada que durante medio siglo le tocaría librar a uno de sus propios sacerdotes contra los compatriotas, desobedientes y malvados súbditos de Su Majestad, en defensa de los nacidos y criados en las Indias.
Don Cristóbal e Isabel, la Católica, habían quedado ya muy atrás cuando el dominico don Bartolomé de las Casas, tomaba la defensa de los nacidos y criados en éstas tierras, también de esa otra ‘nueva especie’ engendrada por los conquistadores en las nativas. Los criollos. Don Bartolomé no cesó en su lucha ni lograron amedrentarlo, con sus intereses creados, los que se habían repartido a los nativos como esclavos y procrearon esclavos nuevos en las nativas para saciar sus ansias de poder y riqueza.
La primera batalla de don Bartolomé, después de las denuncias de fray Montecinos y la consiguiente comprobación in situ de las que tomó nota en Santo Domingo y en Cuba, tuvo que afrontarla en el año 1511, en la tan mentada reunión de Burgos. Y así, con toda su sed de justicia desplegó su bandera ante el Papa Pablo III, Fernando de Aragón, Carlos V, aunque venía de luchar contra el Obispo de Darién, los Francisco de Montijo, los Vargas Machuca, los Pánfilo Narváez, etc. y reveló cada una de sus denuncias en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que tanto influirían en las Leyes Nuevas que en 1542, decretó Carlos V. Cuarenta disposiciones dictadas en Barcelona que, de haberse respetado, hubieran cambiado la historia del mundo.
Sin embargo, cuando esas leyes fueron leídas en las colonias, los encomenderos las recibieron con silbidos y abucheos para, finalmente, levantarse contra el Emperador. Pero el obispo de Chiapa, no se rindió ni abandonó la lucha emprendida contra Gines de Spúlveda. Pero, por aquellos tiempos no se reconoció valor a su empeño y desempeño de don Bartolomé. Apenas si, durante los tempestuosos días de la Revolución Francesa, el Instituto de Francia, en la voz del obispo de Blois, se refirió a Bartolomé de las Casas como “un amigo del género humano”.
Nadie como el dominico de las Casas para testimoniar que las leyes elaboradas por España en la metrópoli, en realidad por la reina Isabel, se desvirtuaban en sus dominios ultramarinos y que esa iba a ser su política durante los tres siglos de poderío imperial. Legado, éste de la traición o la mala interpretación de la ley, que los conquistadores nos heredaron y pasó a ser ‘lo cotidiano’ en la historia de este lado del charco.
Un poco después de cumplirse el Bicentenario de aquel poco respeto de las leyes dictadas por la Reina Isabel, uno de esos nacidos y criados, producto de las primeras generaciones de sangres y patrias entreveradas entre ambos continentes: Don Mariano Moreno, en el primer volumen de su Ensayo Histórico sobre la Revolución de Mayo de 1810, librada entre otros por el mismo, en la Santa María de los Buenos Aires, remarcaba el gran “...abismo, abierto entre el enunciado teórico de la ley y la aplicación de esa ley”.
Pero no fue lo único que escribiría, el Doctor Moreno. Tal vez por lo inasible de las leyes y su práctica, de la manipulación y la fragilidad de las palabras que tanto sufrimos aun, Mariano Moreno decidió que ‘el pueblo merece saber y la Junta de Mayo tiene obligación de informar’. A quince días de la Revolución de Mayo, el 7 de junio de 1810, el mismo Mariano Moreno, fundó la “Gaceta de Buenos Ayres”; los primeros redactores de la Gaceta, fueron justamente Mariano Moreno, Manuel Belgrano y Juan José Castelli, no solo integrantes de la Junta sino los más aguerridos mentores de dicha revolución. Fue el primer periódico de la etapa independista en Argentina, y creado por decreto, algo que hoy, sin dudas no se tomaría como un acto justo y necesario sino arbitrario y antidemocrático. Pero la historia y el presente tienen estas cosas.
Lo cierto es que la Junta de Mayo, se cuestionó: "¿Por qué se han de ocultar a las Provincias sus medidas relativas a solidar su unión, bajo nuevo sistema? -cuestionaba Moreno- ¿Por qué se les ha de tener ignorantes de las noticias prósperas o adversas que manifiesten el sucesivo estado de la Península?... Para el logro de tan justos deseos ha resuelto la Junta que salga a la luz un nuevo periódico semanal, con el título de la Gaceta de Buenos Aires”.
Pero hay algo que no cambia con el tiempo: como suele decirse nada es gratis y por si esto fuera poco –dicen aún- que toda revolución acaba destruyendo y amordazando a quienes la gestaron y la llevaron a cabo. A menos de un año de estos episodios, por desavenencias entre los integrantes de la Junta, Moreno debió partir a Londres, algunos dicen que en comisión otros que en un exilio forzoso. Pero tampoco entonces, lo dejaron avanzar. A la altura de Río de Janeiro, murió envenenado y su cuerpo echado al mar envuelto en la bandera británica.
Una más de las tantas muertes o crímenes no esclarecidos cuya víctima tuvo como destino final el fondo del mar. La noticia de su muerte tardó muchos meses en darse a conocer en Buenos Aires. En el transcurso de esos meses su esposa le escribió diecisiete cartas y una esquela, contándole no solo las penas de amor por su ausencia, sino cada una de las noticias de esos días: que habían allanado su casa secuestrando sus libros y papeles, que hablaban pestes de él y cómo iban desapareciendo de la escena política cada uno de los integrantes de la Junta de Mayo, no solo sus amigos sino sus propios enemigos…Pero las cartas, le fueron devueltas sin ser leídas por Moreno. Así, sin abrir, cuando le fueron entregadas junto a la noticia de la muerte de su esposo, Lupe las guardó por años en un cajón.
Desde aquellos días de 1811, y seguramente desde mucho más allá del emblemático Bicentenario que conmemoramos, igual a un perro que da vueltas persiguiéndose la cola, en el Centro y el Sur de América la historia se repite en cada uno de los hombres y las mujeres que la conformamos, especialmente en el intento de mantener, en realidad ‘recuperar’, la libertad, el derecho a la tierra y al trabajo. Tal como la Reina Isabel, rondando el 1500, reclamó a los conquistadores hasta el cansancio, hasta el día de su muerte: “Que los indios sean libres y no sujetos a la servidumbre”- dijo y escribió la Reina- pero si aun no se ha logrado cumplir con sus deseos con respecto a los ‘indios’, como ella les mencionaba, qué podemos esperar y nos queda por hacer a los criollos, que ni siquiera fuimos tenidos en cuenta en su discurso ni sus escritos. Puede que por lo menos intentar, al fin, equiparar el espíritu y el contenido de las leyes a su puesta en práctica; el espíritu y el contenido de las palabras que una vez más serán enarboladas para conmemorar el Bicentenario de las llamadas Independencias americanas, y su puesta en práctica.

El Coquena, Leyenda

El Coquena Toda leyenda guarda una moraleja o advertencia y todo mito nace cuando el personaje acaba de morir. En cuanto a Coquena la cosa va más allá, o más acá, según se vea. Coquena se venga –te lo digo yo /¿No viste en las mansas pupilas obscuras/brillar la serena mirada del dios?, reflexiona Juan Carlos Dávalos en uno de sus poemas.– ¿Tú viste a Coquena? –Yo nunca lo vide, pero sí mi agüelo.
En realidad muy pocos lo han visto; lo han imaginado y recreado con cada versión. El Mago Coquena, legendario diaguita-calchaquí, hijo de la Pachamama, ajeno a toda definición literaria, sigue deambulando a sus anchas por la Puna y la Quebrada enfrentando a todo cazador de vicuñas. Es similar a esos duendes que los irlandeses llaman Pixie, que ofrecen protección y premio a quienes se porten bien, y dicen que la venganza de Coquena es cosa de temer.
Puede que estos personajes legendarios de nuestra tierra no sean reales, por lo menos no en ese campo que alcanza nuestra mirada, pero que los hay los hay. Cómo saber de dónde proviene el cuento. Lo importante es que Coquena es hoy un duende ecologista, custodio de los rebaños de vicuñas, llamas y todo aquel o aquello que por la zona trate de sobrevivir a los embates de la naturaleza humana. Coquena es oculto, celoso pastor; / si ves a lo lejos moverse las tropas,/ es porque invisible las arrea el dios; no Dios sino “un dios” –según considera Dávalos al duende– que premia o castiga y cuando premia, debe mantenerse en secreto: el premiado no tiene que contar a nadie que ha sido favorecido por él. Sin embargo, tal vez el móvil que lleva a obedecer a Coquena no es tanto el premio como el temor al castigo.
Los que más lo enojan son los que cazan con armas de fuego, los que depredan sin verdadera necesidad de comida o de abrigo. Grande es el respeto que impone esa mirada que en cada rincón de la Puna todo lo ve; y será esa mirada nomás, pues por mentas de los que dicen haberlo visto, Coquena es apenas un duende de barba blanca, vestido con ropa de lana de vicuña y pantaloncito del barracán que paciente y amorosamente tejen las hilanderas en sus telares de palo; cuentan que calza ojotas con clavos de plata del Potosí y que cambia de poncho durante cada carnaval, enterrando el viejo en el lugar donde guarda sus tesoros –que son parte del tesoro de los incas del que también es custodio, junto con las llamas y vicuñas–.Menuda tarea la del pobre Coquena en su andar por la Puna y los alrededores cuidándolo todo y tratando de no ser visto. Suerte que, por un motivo u otro, siempre acuden en su ayuda los poetas y juglares que refuerzan su mirada implacable. No caces vicuñas con armas de fuego –continúa don Juan Carlos–, (…) ¿por qué no pillarlas a la usanza vieja,/cercando la hoyada con hilo punzó?/¿Para qué matarlas, si sólo codicias/para tus vestidos el fino vellón? Lo cierto es que la presencia de Coquena es muy atinada: leyenda, mito, duende, gnomo o enano, cumple a conciencia su tarea ecologista. Claro que, como todo guardián, algo de humano carga, pues no sólo pone condiciones sino que exige contribución. Pero qué puede afectar a los cazadores ofrendar unas hojas de coca, alguna empanadita o vino cafayateño a quien se esfuerza por mantener ese equilibrio o conciliación entre lo humano y lo animal, para que vicuñas y llamas puedan andar libremente y brindarnos la suavidad de sus vellones.

El mártir de Olta

El mártir de Olta
Tierra de Caudillos
Una tarde en La Rioja, durante la primera década del siglo XIX, el joven Peñaloza descansaba de las tareas que su padre le había encomendado mientras rasgaba unos acordes de guitarra. De pronto vio aparecer en el cuadro de su ventana el perfil de don Juan Facundo Quiroga. Dejó la música y se asomó. Pudo ver, a escasos metros, que el caudillo se quitaba el barro de las botas con golpecitos de fusta mientras conversaba con sus hombres, que le sostenían la mirada con una admiración no exenta de miedo; pudo ver aún que al tiempo que uno de los gauchos inspeccionaba los cascos de su caballo, Quiroga trazaba con la fusta unas líneas en el suelo y un círculo; hasta habría podido jurar que minutos antes de montar su corcel, don Juan Facundo le dirigió una de sus miradas vertiginosas. Por lo menos, de ese modo creyó percibirlo y así lo manifestó a sus padres: ¿Quiroga miró hacia la ventana¿ Quiroga se me quedó mirando.
Desde aquella tarde, Ángel Vicente ¿El Chacho¿ Peñaloza, que había nacido en el año 1798 en el seno de una familia tradicional de Guaja, soñó pertenecer a las montoneras de Quiroga. No sabía que le estaba destinado ser el gran hombre de Quiroga; cómo imaginar que una vez muerto, el gran caudillo iba a continuarse en él y que a través de él seguiría combatiendo. Aunque no podía imaginarlo, el joven Peñaloza se enfrentó a su familia que, sin dar total conformidad, bien pronto lo vio partir hacia el monte con la decisión de ser un hombre de El Tigre de los Llanos.
A SUS ÓRDENES
Hacia 1817, El Chacho ya integraba la caballería llanista en Copiapó, donde los riojanos se destacaron, y se ganó además la distinción con que San Martín premió a los vencedores de Chacabuco. A partir de 1820 y durante toda la campaña de Quiroga combatió a su lado no sólo por lealtad al caudillo y al terruño en el que ambos habían nacido, sobre todo por lealtad a la vida campesina, que Peñaloza no abandonó ni siquiera cuando alcanzó la comandancia en jefe de la Circunscripción Militar Noroeste (provincias de La Rioja y Catamarca). Tampoco abandonaría los objetivos de Quiroga y los propios, de impedir que todos los pueblos considerados ¿del interior del país¿ continuaran bajo el arbitrio de Buenos Aires, para lo cualal general Peñaloza hasta le tocaría enfrentarse al final de sus días con el mismito general Mitre.
Pese a la afamada trayectoria que ostentaba El Tigre de los Llanos, en el momento en que el muchacho de blonda cabeza y ojos color cielo decidiera convertirse en caudillo, Quiroga era apenas diez años mayor que Peñaloza. Había nacido en San Juan de las Manos, en 1788. A la edad de 16 años, su padre, don José Prudencio Quiroga, le había encomendado la conducción de sus arreos y a los 20 la administración de los bienes familiares. Tanta responsabilidad perdió vigencia ante su pasión por el juego, que lo llevó a perder fuertes sumas del dinero encomendado. En medio del conflicto familiar optó por alistarse en las tropas de Manuel Corvalán, comandante de la frontera sur de Mendoza, con rumbo a Buenos Aires, donde fue destinado al Regimiento de Granaderos a Caballo.Aquéllos fueron sus comienzos.
POSTA DE CAUDILLOS
Para cuando Peñaloza logró unirse a las huestes del caudillo, Quiroga ya había recibido el reconocimiento de Pueyrredón como ¿Benemérito de la Patria¿; y por haber derrotado en San Luis una conspiración de los jefes españoles ya vencidos en las luchas por la independencia, fue premiado con una medalla de plata decretada por el Congreso como reconocimiento a todos los leales combatientes durante aquella sublevación. Exactamente por esos tiempos de reconocimiento es cuando El Chacho acaba por sumarse definitivamente a Quiroga. En 1825, cuando llegó a Buenos Aires, Rivadavia, que había fundado en Londres la River Plate Mining Association que dominaba la explotación de las minas de La Rioja, esta provincia, con Quiroga y Peñaloza entre muchos otros, se pronunció contra Rivadavia y el Congreso. La historia daría entonces un nuevo viraje, pero cada uno de esos encontronazos históricos los halló luchando codo a codo. En la batalla de El Tala, en 1826, Peñaloza recibió el primer golpe de lanza que lo hirió gravemente, sin embargo no tardó en volver a la lucha. Como jefe de caballería de Facundo, fue uno de los que dio doce cargas sucesivas a la infantería de Paz, en La Tablada, arrebatándole sus piezas de artillería. Quiroga no deseaba esta guerra. En el 30, escribe una carta al general Paz proponiéndole la organización nacional, no obstante al mes siguiente ambos caudillos vuelven a enfrentarlo en Oncativo. Quiroga es recibido triunfalmente en Buenos Aires y dos años después será nombrado director de Guerra en Mendoza y San Luis. Pero la historia nunca se queda quieta. Mal o bien las cosas cambian y nadie escapa a su destino. A los cinco años de esos reconocimientos, una patrulla comandada por Santos Pérez asesina a Quiroga en Barranca Yaco. Toca entonces a Peñaloza tomar la posta de El Tigre de los Llanos y también fue de la partida cuando su amigo el general Tomás Brizuela comandaba la jefatura militar de la Liga del Norte, contra don Juan Manuel de Rosas. Pero nada sería sencillo para El Chacho. Después de Rodeo del Medio tuvo que asilarse en Chile.
Con el pronunciamiento de Justo José de Urquiza, Peñaloza se incorporó al Ejército Grande y participó de la batalla de Caseros.
Igual que Quiroga, alcanzó el reconocimiento del gobierno de Buenos Aires. Urquiza, con acuerdo del Senado y sello del Escudo Nacional, lo nombró general de la Confederación Argentina. Y el presidente Derqui, en 1861, lo designó interventor federal de La Rioja; como tal, arrestó al gobernador, puso en funcionamiento la Legislatura y supervisó las elecciones. Pese al reconocimiento de Buenos Aires, la muerte de Quiroga, para El Chacho, fue no sólo un golpe difícil de superar sino una advertencia. Aunque estaba claro que no luchaba solo, lo acompañaba el recuerdo de esos días, con sus noches, compartiendo con Quiroga y los gauchos tanto las batallas como esas largas conversaciones bajo la luna. Esto no era todo. Además estaba Victoria que, como él, tampoco se amedrentaba ante nadie; Victoria Romero, la que se ganó un espacio al lado de su hombre y en la historia como La Chacha.
ESA MUJER
Victoria, esposa de don Ángel Vicente Peñaloza, llevaba el rostro cubierto por un velo desde 1842, cuando en la batalla del Manantial se interpuso entre su marido y aquel federal que traía la intención de atravesar el corazón del jefe de las montoneras y en cambio sólo alcanzó a desfigurarle la cara a su mujer, abriéndole un tajo desde la frente hasta la boca. Pero cómo podía imaginar ese hombre que el gaucho montonero al que abrió la cara de un sablazo era una mujer ¿con una decisión que habría honrado a cualquier guerrero¿, según dijera José Hernández. Cómo podría saberlo si apenas echó al aire aquel golpe que dio de pleno en la cara de Victoria, al hombre le estalló en el pecho su propia sangre y aquel grito, por un sablazo del capitán Ibáñez. Sea como fuere, lo cierto es que desde aquel día La Chacha anduvo con el rostro cubierto por un velo. Nunca dejó de ser igual de valiente y porfiada que El Chacho, nunca abandonó la lucha porque estaban en juego tanto la vida de su hombre como su propia convicción patriótica.
No, el general Peñaloza nunca estuvo solo. Cabalgaba al amparo de la sombra de Quiroga, la lealtad de sus hombres y la entereza de su mujer. Victoria también estuvo a su lado cuando el teniente coronel uruguayo Sandes, derrotó a las fuerzas montoneras en Loma Blanca y degolló a unos doscientos hombres, cuyos cadáveres quemó en una pira. Y estuvo presente cuando Sandes se lanzó tras ellos buscando más sangre. Algunos gauchos que entretenían a Sandes, mientras El Chacho y Victoria lograban avanzar hacia los Llanos, fueron alcanzados en Caucete, provincia de San Juan. Así como Quiroga, según Borges, creyendo alejarse de la muerte marchaba en coche hacia sus brazos, Ángel Peñaloza y Victoria cabalgaban rumbo a su destino. Al llegar a Loma Blanca fueron capturados por el mayor Pablo Irrazábal. Y fue en Olta, en presencia de Victoria, donde don Ángel Peñaloza fuera degollado por Irrazábal. Su cabeza fue exhibida en una pica en medio de la plaza por varios días ante los ojos azorados de los vecinos que oraban en silencio por la suerte de Peñaloza y por su propia suerte.
Al mismo tiempo, en algún cielo apenas lejano, Quiroga y El Chacho ya no vivían pero seguramente iban con sus sueños intactos y con esa vaga sensación del deber cumplido mientras se pudo.

Pinonero o aventurero...

Cuando Julio Popper izó las velas con rumbo al Atlántico Sur, poco sabía del futuro y nada de su destino pero sí que, como fuera y donde fuese, llegaría a buen término en todo lo que decidiera emprender. Venía de lugares y situaciones de difícil acceso, había recorrido China, Japón y Oriente en general. Además, había nacido en un lugar donde el racismo se había vuelto moneda corriente y le impedía desarrollarse aun como profesional, circunstancia que pudo comprobar cuando regresó a su Rumania natal y, ni siquiera enarbolando su título de ingeniero en minas recibido en París, consiguió empleo. Su padre, don Neftalí Popper, le aconsejó volver a emigrar porque a él mismo, como profesor de un colegio judío, le rehuían la mirada y la palabra. Emprendiendo su destino final de alma errante, Julio Popper volvió a embarcarse. Recorrió el Caribe, y luego se aventuró por el Atlántico. Estando en Brasil, llegaron a sus oídos comentarios sobre el oro en Cabo Vírgenes, allá al final del mundo. Decidió viajar a Buenos Aires. En sus tantos recorridos aprendió tantas lenguas como países visitó. Qué mejor carta de presentación que aquel título de ingeniero en minas y el dominio de tantos idiomas aprendidos en esa mundana ciudad a orillas del Plata. Pero como si esto fuera poco bagaje, en su estadía en París y sus posteriores destinos se había convertido en un verdadero hombre de mundo, con una cultura poco frecuente para la época, especialmente en una metrópoli europeizada y cosmopolita como era por esos días Buenos Aires. Popper ostentaba un espíritu joven y emprendedor, una mirada más inquieta aún que sus ojos, gran capacidad combativa y una fuerza que lo mostraba capaz de enfrentar cualquier adversidad. Se sabía poseedor de todas esas dotes y así, bien plantado y seguro de sí mismo, llegó a Buenos Aires para investigar aquello del oro en las desangeladas costas del Atlántico Sur. Corría por entonces 1886 y en la ciudad del Plata se organizaban expediciones, y entre todos aquellos ambiciosos del oro, la palabra de Popper no pasó inadvertida; mucho menos el azul de sus ojos mimetizados con el azul helado del archipiélago fueguino. Mucho había escuchado acerca de esa quimera del oro desatada ya desde una década atrás. En el Cabo, el llamado Zanjón a Pique se había poblado de ambiciosos buscadores y lavadores de oro, algunos de guante blanco y otros que, sin poseer el permiso necesario, igual que los primeros tampoco respetaban las pertenencias del Estado. Por este motivo y por las diferencias limítrofes con Chile, el Gobierno argentino, en 1881, estableció en Ushuaia una sede de la gobernación.
Los llamados lavadores clandestinos de oro ¿según se decía¿ imponían la ley del más fuerte, pero olvidaban que a la larga la ley del más fuerte es siempre la que el Estado impone.
LA LEY DEL MÁS FUERTEVolviendo a don Julio Popper, durante su primer viaje al Cabo pudo observar desde la orilla norte del Estrecho de Magallanes que la formación geológica era similar en ambas costas, y de inmediato supo cómo y dónde establecer un lavadero de oro en gran escala. Luego de gestionar en Buenos Aires el permiso correspondiente, regresó con una expedición conformada por varios hombres, armas, herramientas, provisiones y hasta una máquina de fotografiar. Así llegó hasta la Bahía de San Sebastián, donde pudo percibir que el oro centelleaba dócilmente entre las rocas del acantilado. En 1887 estableció en Buenos Aires una empresa minera: Compañía Lavaderos de Oro del Sur, con la que logró para sí una gran extensión de tierras y pertenencias auríferas. Bien pertrechado, se lanzó a una segunda expedición; los aventureros le brotaron a la par. Pero con el auxilio de unos pocos gendarmes y hombres armados logró mantenerlos a raya. Para tal fin ideó unos falsos jinetes con paja dentro de los uniformes militares y bien sujetos a las monturas de los caballos. Con esos espantajos a modo de guardia pretoriana puso custodia día y noche en el lavadero de El Páramo. Entre tanto, y como si esto fuera poco, escribía notas para los diarios La Nación y La Prensa que generaban encendidos comentarios. Se ganó la simpatía de muchos y el resquemor de tantos otros, con la misma fuerza y pasión en ambos casos. Pero él no se quedaba atrás en ninguna reyerta ni acusación, a las que se enfrentaba con fuerza y de las que disfrutaba ampliamente. Sus diferencias con los que lo denominaban ¿el dictador fueguino¿ aumentaron a partir del momento en que acuñó sus propias monedas. Los franceses Rousson y Williams, con quienes por vía pública y judicial seacusaron mutuamente de bandoleros, manifestaron en el diario La Prensa en el año 1891: ¿No contento con publicar violentas notas y acuñar monedas de curso forzoso en su establecimiento con su efigie, el señor Popper asalta a mano armada a los pobres mineros forzándoles a entregar cuanto poseen¿¿. No cabe duda de que Popper era de provocar emociones fuertes y de acuñarlas como a sus monedas. Además de solicitar represalias legales contra los franceses, Popper escribió a La Nación: ¿Resumiendo los cargos ¿ protesto pues mi imagen en nada se parece al martillo y al picote del minero ¿ que representa diez centigramos de oro, ni es crimen haber acuñado medallas de oro con el producto del dinero de mi explotación cuyo valor se reduce a la ley y al peso de metal que representan y tienen curso no sólo en Tierra del Fuego sino en el mundo¿. Las monedas o medallas en cuestión llevan la inscripción ¿Tierra del Fuego-Popper-1889¿. En cuanto a las estampillas que representaban 10 centigramos de oro, se utilizaban por la imposibilidad de manejar peso tan reducido de oro en polvo y como franqueo de la correspondencia. Pero estas controversias fueron sólo una parte de la vasta historia de Julio Popper. A partir de 1893, se lo puede ver intentando nuevas actividades. Presenta un proyecto para establecer una línea telegráfica desde Viedma hasta el Cabo Vírgenes y desde el Cabo Santo Espíritu hasta el Estrecho de Le Maire, terminando en la Bahía del Buen Suceso, financiado todo con el dinero producido por la venta de tierras fiscales. Por lo que, entre él y las distintas autoridades que se iban renovando en la provincia, las declaraciones públicas y no pocas injurias circulaban con la misma fuerza que las tempestades sureñas. No obstante, Popper nunca cesó en sus controvertidos proyectos, como aquel de solicitar al Gobierno que le fuesen concedidas miles de hectáreas para crear una reserva donde establecer a los onas en las mismas tierras que habían heredado de sus ancestros, y poder educarlos. Popper se creyó dueño de esos lejanos parajes, del oro y hasta de sus pueblos originarios; tal vez por todas estas consideraciones fue tildado de dictador. Murió a los 55 años, el 6 de junio de 1893 en Buenos Aires, cuando su corazón se cansó de dar pelea. El doctor Lucio V. López dijo en su discurso de despedida: ¿Un espíritu inquieto, su combatividad nunca rendida, su existencia ruidosa y violenta, su amor por el desierto y las aventuras lejanas, presentaban su personalidad llena de puntos interrogantes

El Cacique Manzanero

El Rey de los ManzanosFue uno de los más poderosos caciques del sur argentino. Ahijado de Valentín Alsina, mantuvo durante años la fe en el hombre blanco, pese al asesinato de su padre. La escritora Silvia Miguens descubre las huellas de su cacicazgo, que aún perduran en la memoria patagónica.Valentín Sayhueque fue dado a luz en 1818, al mismo tiempo que en muchos puntos del territorio del sur de América retumbaba el grito de independencia. Pero estas cosas del dominio español y de los criollos eran ajenas al interés del cacique Chocorí y su esposa, una tehuelche de ley, que andaban muy atareados con los rituales del nacimiento de su primer descendiente varón. Elevaban oraciones y ofrendas a los dioses a modo de agradecimiento. Ante sus ojos se extendía una inmensidad de verdes y de azules con la cordillera, las nieves eternas y los volcanes como único obstáculo a sortear.La formación del Estado chileno había provocado la migración de las comunidades indígenas que cruzaron los Andes y se desplazaron hacia uno y otro lado de la cordillera, ubicándose muchos en los alrededores de los cursos de agua que desde las nieves cordilleranas se abrían paso entre cañadones y espinillos en busca del mar de las ballenas. El cacique Chocorí eligió Caleufú, seducido por los manzanos que a su paso le daban la bienvenida echándole una lluvia de pétalos blancos. Para cuando terminaron de instalar los toldos, las manzanas nuevas ya perfumaban el atardecer y en el verano, mientras sus hermanos las cosechaban en paz, estaban lejos aún de imaginar las circunstancias que los llevarían a convertir esas tierras en el Cacicazgo Manzanero. Ya por entonces, el cacique Chocorí enseñaba al pequeño Sayhueque a montar potros alados domadores del viento.En Buenos Aires el gobernador, brigadier general don Juan Manuel de Rosas, decidió tomar posesión de Tierra Adentro. Así llamaban a esos parajes desde La Ventana y Bahía Blanca hasta la confluencia de los ríos Neuquén y Limay, donde, según advirtieron a Rosas, tendría que vérselas con un tal Chocorí, y con pehuenches, ranqueles, voroganos y tehuelches. Conocida la noticia, los caciques decidieron organizar sus ¿malones¿ para resistir a los ¿malones huincas¿ porque la estrategia del Gobierno Central era cosa de temer, mucho más allá de la arrogancia de las armas.En el curso de una de esas negociaciones, cuando Rosas extendía su mano y sus propuestas a Chocorí, Valentín Sayhueque, ubicado al lado de su padre, pudo vislumbrar de cerca la mirada de los huincas. El gobernador, con sus federales por detrás y las negociaciones por delante, no auguraba buenos tiempos, ni paz alguna. Sin embargo, Sayhueque era ahijado de don Valentín Alsina y llevaba su nombre, y para él, como aprendiz de cacique, esto significaba que Chocorí confiaba en caciques blancos. Después de todo aquella idea de Alsina de construir una zanja para mantener a raya a los ¿salvajes¿ era, a su modo, una manera de preservar la buena salud e integridad de las comunidades indígenas, y también las vaquitas. Según el mismo Alsina, consideraba que los bárbaros en sus bárbaros corceles podrían saltar la zanja pero nunca podrían hacer saltar a las vaquitas, fuesen las propias o las ajenas. Pero la zanja nunca se cavó y los límites, como la paz, no eran fáciles de implementar. Por lo menos no lo fue para el teniente general Francisco Sosa, en 1834, cuando una noche en que el cuarto menguante de la luna apenas iluminaba los toldos, sorprendió al cacique Chocorí y lo asesinó. Valentín Sayhueque, entonces, fue investido con el manto y ungido con la fuerza y la fe del cacique manzanero.No obstante el asesinato de su padre, Sayhueque, como le había prometido, no perdía la fe en el hombre blanco; después de todo, se dijo, entre los blancos habría leales y desleales como entre sus propios hombres. Y justamente por esas cosas de la lealtad, o de la diplomacia, de inmediato Sayhueque estableció comunicación con el gobierno chileno y con el argentino. Carteándose con el coronel Manuel Bulnes y con el general Julio Argentino Roca se dirigió a ellos como ¿distinguido y respetado amigo¿ y ¿mi compadre estimado¿, así, de igual a igual y respectivamente.De este modo se fueron dando las cosas, entre avances y retrocesos, hasta que en 1870 fue visitado en sus toldos manzaneros por George Chaworth Musters, marino y explorador inglés, que llevó sus noticias del agasajo con el que fue recibido: ¿El gran Choeque, hombre de aspecto inteligente, como de treinta y cinco años de edad, bien vestido con poncho de tela azul, sombrero y botas de cuero (¿) tenía plena conciencia de su alta posición y de su poder; su cara redonda y jovial, cuya tez, más oscura que la de sus súbditos, había heredado de su madre tehuelche, mostraba una astucia disimulada, y su risa frecuente era algo burlona¿; y en 1875 el perito Francisco Pascasio Moreno diría: ¿Shaihueque es un indio de raza pampa y araucana, bastante inteligente y digno de mandar en jefe las indiadas (...) es el jefe principal de la Patagonia.El halo pacifista sin dudas tuvo que ver con su padre, que tantas veces le había pedido no enfrentarse con los blancos porque sus ropas de infante fueron cristianas, y le había dicho que nunca debía olvidar que Alsina fue su padrino. Pero las cosas no eran tan sencillas. En 1880, el coronel Benjamín Victorica ordenó al coronel Conrado Villegas una nueva expedición para conquistar Tierra Adentro. La meta: el lago Nahuel Huapi, pues para Roca ¿la República no termina en el Río Negro, más allá acampan numerosos enjambres de salvajes que son una amenaza para el provenir y que es necesario someter a las leyes y usos de la Nación¿. Maltrecha su buena voluntad, Sayhueque envió un parte a Roca: ¿Si el ejército que manda el coronel Villegas quiere la guerra, mis tropas la aceptarán, resueltas a defender con heroísmo el suelo y las tumbas de nuestros padres.Tampoco Villegas era hombre de amilanarse. El 5 de mayo de 1883 informaba a sus superiores: ¿No ha quedado un solo indio (¿) al sur del río Limay, quedan del salvaje los restos de la tribu del cacique Sayhueque, pobre, miserable y sin prestigio¿. De inmediato el general Lorenzo Winter, gobernador de la Patagonia, ordenó un nuevo y atroz ataque a los jefes Sayhueque e Inacayal. Namuncurá y sus 300 hombres se habían rendido, pero el resto de los caciques se reunieron en parlamento, invocaron el valor de sus ancestros y se comprometieron a dar pelea hasta el último aliento.Así fue como Villegas y Sayhueque se lanzaron al ruedo espoleando sus potros. Villegas rumbo al sur, y Sayhueque hacia al norte, sable en mano y a degüello ambos, cabalgaron hasta el lugar exacto donde los esperaría la muerte o la gloria porque Villegas no era hombre de ceder y Sayhueque no lo era de aflojar. En medio de la batalla uno de los blancos corceles de Villegas y el alazán de Sayhueque desertaron de sus jinetes y de la gloria y cabalgaron hacia el Oeste. Para cuando los cadáveres de los dos bandos fuesen una cifra más en la Historia, los corceles de ambos caciques, del huinca y del indio, habrían tomado por asalto aquellas tierras, río arriba o río abajo, mucho más allá del Limay, donde seguramente alguna yegüita, nunca domesticada los esperaba, y también el pasto, el agua y la paz necesaria. En cuanto a los hombres, mientras Villegas recibía condecoraciones de parte del Gobierno Central, a Sayhueque no le quedó sino otra que meterse en un traje de huinca para poder pasar inadvertido y refugiarse en Chile.Pero regresó. Tuvo nuevos momentos de fe y tuvo nuevos momentos de lucha. Sin embargo no pudo evitar el cambio de la historia y el 1ª de enero de 1885 se entregó. Fue llevado cautivo a Buenos Aires, luego regresó y por más de diez años con su familia, en Chinchinales, esperaba su tierra prometida viendo flamear en su vivienda la bandera argentina que le había regalado alguno de sus visitantes ilustres. Murió el 19 de septiembre de 1903. El matutino La Prensa publicó: ¿Chubut. Muerte de un famoso cacique. (¿) el famoso cacique Valentín Sayhueque, (¿) murió de un ataque al corazón mientras se celebraba un huencunruca; tenía 85 años de edad y era ahijado del patriota Valentín Alsina .
Por esos tiempos de comienzos del siglo XX, el tren ya cruzaba el río Neuquén y Confluencia era punta de riel. La Ley 4167 General de Tierras, que derogaba a las normas anteriores, reordenó todo Tierra Adentro y repartió las más de 250 mil hectáreas del Cacicazgo Manzanero entre 102 propietarios.

El Malacara en los pagos del Chubut

El Baqueano y su MalacaraEs una historia de pioneros, en la que conviven relatos de inmigrantes galeses, de destacamentos del Ejército y de habitantes originarios. Los paisajes patagónicos son los escenarios donde transcurren las aventuras de John Evans y su intrépido caballo, El Malacara. Cuando el buque Mimosa llegó a la Patagonia, 153 galeses cantaban: "Hemos encontrado una tierra mejor, en una lejana región del sur, en la Patagonia. Allí viviremos en paz, sin miedo a traidores ni espadas", mientras izaban como única bandera su fe en esta tierra prometida. Los alentaba la ilusión de encontrar un lugar en el mundo donde recuperar la identidad perdida en su propio terruño natal, Gales.Habían sido forzados por los ingleses a trabajar en las peores condiciones, a cambiar su lengua y sus tradiciones. Emigraron después de una fallida rebelión e impulsados por el marino Love Jones-Parry, barón de Madryn, y el topógrafo Lewis Jones, que plantearon la propuesta al ministro del Interior, Guillermo Rawson, durante la presidencia de Bartolomé Mitre. Al fin se instalaron, aunque en condiciones precarias, sin agua potable y casi sin abrigo. Muchos de sus niños murieron de frío el primer invierno, y no pasó demasiado tiempo hasta que todos ellos, hombres y mujeres, se creyeron también a punto de morir, pero de pena, de tanto añorar sus verdes praderas en esas comarcas desérticas tan al sur, tan al fin del mundo. No consideraron que en su gran mayoría eran mineros y poco o nada sabían de agricultura. Cuando ya los dominaba el imperioso deseo de poner punto final a sus sueños en esta tierra prometida, se les instaló muy cerquita una comunidad de tehuelches. De ellos, además de la amistad, aprendieron a montar, a cazar y a multiplicar la hacienda; en conjunto idearon un sistema de riego que les permitió salvar las primeras cosechas, haciéndose necesaria la molienda de ese trigo. Crearon entonces el primer molino harinero. Además, se implementaron escuelas bajo la consigna de no abandonar la lengua materna, y el gobierno editó libros de historia y geografía argentina en galés.Con tal estado de avances, el primer gobernador del Territorio Nacional del Chubut, teniente coronel Luis Jorge Fontana, decidió que era tiempo de buscar otras tierras donde albergar a esa creciente y efectiva comunidad galesa. Los convocó a explorar el entorno. Con ese fin se armaron Los Rifleros del Chubut. Uno de sus voluntarios fue John Daniel Evans, apodado El Baqueano. Emigrado de Liverpool a los 33 años, Evans no era un novato. Antes de ser parte de los Rifleros había hecho una expedición al interior buscando una probable veta de oro. En aquella empresa lo acompañaron Richard Davies, Zachariah Jones y John Parry. Llegaron hasta el Zanjón del Oro, a unos 90 kilómetros de Paso de Indios. Cuando notó que la comida no era suficiente, Evans volvió al valle del Chubut en compañía de Zachariah Jones, su cuñado. Necesitaban víveres como para llegar a los Andes. Cuando regresó, además de provisiones traía cinco hombres de refuerzo. Ya reiniciada la expedición se toparon con un destacamento del Ejército, al mando del comandante Roa, que trasladaba a un grupo de indios con destino al "reformatorio", en Valcheta, con el fin de "civilizarlos", como se acostumbraba en aquellos tiempos. Notando el resquemor en los rostros de Evans y los suyos, Roa pretendió conciliar con la serenidad, según él, de marchar tranquilos pues no quedaban indios en la zona porque estaban dominados. Claro que no eran los pueblos originarios los que preocupaban a Evans. El resquemor era muy otro: la malquerencia y el desagravio. Desde 1879, durante la Campaña del Desierto, los Hermanos del Desierto -así apodaban a los originarios-, eran sometidos y obligados a desistir de sus tradiciones y su lengua, la misma violación que los galeses venían de sufrir en su tierra natal. Por eso habían conminado al general Vintter, en 1883, a dejar que los tehuelches pudiesen permanecer en "su tierra". Después de todo esos hermanos, en el desierto y en desgracia, fueron desde el comienzo un muro de protección para los galeses. Sin embargo, decidieron no volver sobre el tema ya tan hablado con Vintter y con el comandante Roa. Continuaron la marcha. A pocas leguas, llegando al río Gualjaina, encontraron a tres miembros de la tribu del cacique Foyel. Pese a conocer a Evans y los motivos de la expedición, uno de ellos, Juan Salvo, mostró cierta inquietud. Cómo saber si Evans y sus compañeros, al fin, no se habrían convertido en espías del ejército, cuestionó Salvo. Y, como el miedo y la desconfianza son malos consejeros, los conminó a ir hasta las tolderías de Foyel, hoy Pico Thomas. En principio Evans y Hughes aceptaron pero, al fin, ofendidos por la desconfianza, se negaron a acompañarlos. Aunque de mala gana, Salvo aceptó. Los exploradores siguieron viaje, pero intuyendo algún peligro se alejaron por el río Chubut, escaso de agua en esa época del año, y cabalgaron por las piedras para no dejar huellas, hasta retomar la ruta no muy lejos de Las Plumas. Gritos de guerraEra una tropilla de 14 caballos y hombres, con Evans a la cabeza montando su Malacara, cuando, según él mismo contó: "…de pronto sentimos un aullido y gritos de guerra de los indios y la atropellada de los caballos. Eché una mirada hacia atrás y vi sus lanzas brillar al sol. Nos cerraron en círculo, sentí el chuzazo de la lanza en mi paleta izquierda y, antes de que pueda reaccionar, vi a Parry caer a tierra con una lanza clavada en el lado derecho y no sé si los otros compañeros estaban heridos porque hasta ese momento se mantenían sobre sus caballos. Clavé las espuelas en las costillas del Malacara, rompí el primer círculo de lanzadores y un indio que se encontraba a retaguardia detrás del círculo tomó su lanza con las dos manos y me la arrojó. Logré desviarla con el brazo y la vi clavarse en la arena al lado de mi caballo y, antes de que tuviera una segunda ocasión, mi Malacara en dos saltos había salido de su alcance y corrió dando tremendas brazadas a todo lo que le daban sus patas". Encontraron un profundo zanjón y Evans espoleó con decisión al Malacara, que saltó al fondo y salió trepando por el lado opuesto. Como dos seres alados, de una manera casi irreal, Evans y el Malacara dejaron atrás a los incrédulos hombres de Salvo. No se detuvieron hasta la noche, cuando en un pequeño cañadón apenas se tomaron el tiempo para beber un poco de agua. Continuaron la marcha guiándose, Evans por las estrellas y el Malacara por su instinto y una lealtad de años para con su jinete.Tiempo atrás, en otra de las tantas expediciones, en una aguada solitaria, Evans había encontrado al Malacara. Lo reconoció como aquel potro que hacía años un indio le había robado a Thomas, uno de sus vecinos. Se le acercó y, ante la docilidad del animal, puso un sosiego en su costado y lo montó en pelo, aunque ninguna duda cabe de que haya sido el Malacara quien intuyó la docilidad y entereza en la clara mirada de John Daniel Evans. Sea como fuere, ambos se adoptaron y el amor a primera vista duró toda la vida. Desde potrillo el Malacara aprendió de aquel indio que lo había robado todos los secretos y las mañas necesarias para moverse a sus anchas por el escarpado territorio chubutense. Por esta razón aquel día, años más tarde, después de salvar a su compañero de andanzas, el Malacara, sin cascos y sangrando sus patas, galopó como si nada hubiese sucedido, hasta que Evans logró dar con un puesto donde pudo hacer un recambio de caballo. Dejó al leal Malacara pastando y curando sus heridas. Con un caballo que le prestaron llegó a Rawson y, enterados de la desgracia, se le sumaron 43 hombres con 21 Remington y volvieron al sitio que, a partir de aquel infortunado día, fue bautizado como el Valle de los Mártires. Todo había sido confuso, pero más terrible aún de lo que Evans pudo vislumbrar mientras el Malacara lo alejaba, ileso, de la revuelta. Sus compañeros habían sido muertos y mutilados. Con inmenso dolor, una vez cumplida la ceremonia del entierro y el responso, Evans volvió a curar las heridas de su Malacara, que lo esperaba con la certeza del deber cumplido aunque sin entender el porqué de lo que había sucedido. La relación con los indígenas había sido siempre cordial. Tal vez alguna denuncia tendenciosa o puede que una venganza por cierto inmerecida.Intuyendo algún peligro se alejaron por el río ChubutComo si esto fuera poca cosa para dar lugar a la leyenda, la expedición, que sólo había sido pensada para buscar un oro que no encontraron, resultó importante pues de todos modos el Malacara y Evans llegaron al pie de los Andes. Al no ver ninguna bandera por la zona, Evans tomó nota del verde profuso, los lagos y el tapizado natural de frutillas y otros frutos silvestres, e informó al coronel Fontana. Poco después Fontana y Los Rifleros, Evans entre ellos, realizaron otra expedición y fundaron una nueva colonia, donde hoy se levanta la ciudad de Esquel. Pero la historia de El Baqueano y su Malacara recién empezaba. Poco después de aquella proeza se presentó David C. Thomas, a quien el caballo le había sido robado en 1878, cuando el animal tenía apenas un año. Thomas insistió en recuperar lo que era suyo, y Evans le ofreció todos sus bienes para no separarse del Malacara. Nada aceptaba Thomas. Entonces, el pueblo y todo aquel que había vivido de cerca los acontecimientos le exigieron no separar nunca a Evans del Malacara, y el hombre finalmente aceptó. Toda esa fe y entrega entre Evans y el Malacara, sumada a la admiración y la leyenda que crecía a pasos agigantados, dio como resultado una relación aún más cercana que no sólo compartieron durante las interminables expediciones con Los Rifleros del Chubut sino que, además, en los ratos libres, era el Malacara quien oficiaba de cuidador de los tantos hijos de la familia Evans, pues se le había encomendado la tarea de llevar a los niños a la escuela. Nunca dejó de pertenecer al clan familiar; se ganó para el resto de su vida un espacio en aquel hogar, donde pasaba sus días rumiando pastos, flores y los recuerdos de sus hazañas de cuando era un caballo alado